El Observador
Uno, potente coalición electoral pero sin seguridad de durabilidad versus partido solitario con elenco potente. Dos, trabajo de retención en campo propio de la oposición versus estrategia oficialista de avance sobre la oposición. Tres, apuesta al cambio versus apuesta a la estabilidad y la certeza.
El juego sutil de identificar y captar nichos disconformes del adversario
Este segundo balotaje competitivo en la historia del país enfrenta dos estrategias netamente diferenciadas, cada una de ellas producto del resultado de la elección parlamentaria. De un lado, la oposición conformó una coalición electoral (maximizar las posibilidades de triunfo electoral), dibuja una coalición legislativa en base a una agenda genérica y quizás también una coalición parlamentaria, pero no cierra una coalición de gobierno (como en las presidencias de Sanguinetti bis y Batlle Ibáñez), sino un entendimiento de gobierno (como la “coincidencia nacional” de la presidencia Lacalle Herrera). Faltó la foto (y no por culpa del presidenciable, que tiene las cosas muy claras y la estrategia muy afinada); faltó la señal de que los cinco partidos demostrasen a la ciudadanía una coalición plena, sólida y duradera; la señal de que no estalla en poco tiempo.
La arquitectura es producto de la fortaleza del entendimiento de cinco partidos que en conjunto suman 18 miembros en el Senado (en caso de ganar) y 56 diputados, y es producto también de las debilidades de ligar cinco partidos disímiles con algunos rechines entre sí. Nada mal le haría en estas dos semanas dar paso a la foto, al menos de los tres partidos relevantes, para dar esa señal de firmeza y durabilidad. La estrategia conceptual, por su parte, es muy clara: la apuesta al cambio, basado en el diagnóstico de que esencialmente en el país las cosas están mal.
Del otro lado, del oficialismo, se produjo un giro significativo, aunque demasiado lento para la velocidad de un tiempo interelectoral de tan solo cuatro semanas. En una primera etapa se apostó a una competencia individual, de persona contra persona en función de las virtudes y defectos de cada quien; enmarcado en la concepción hiperpresidencialista de que los ministros son secretarios del presidente y deben responder a su confianza personal. Tras el cambio de comando emerge la cúpula política del Frente Amplio y apuesta a un gabinete político con pesos pesados. Ocuparía un cargo de ministro por segunda vez en la historia del país un ex presidente de la República (el anterior fue José Serrato, presidente 1923-1927, canciller 1943-45) y también por segunda vez, un ex vicepresidente de la República (el otro es el actual canciller, Rodolfo Nin Novoa) Y propone para Economía a una figura desnivelante como Mario Bergara. Con ello, impulsa una estrategia conceptual inversa de la oposición: apuesta a la estabilidad y la certeza, a decir que Uruguay es una isla de estabilidad en una región desestabilizada (Argentina y Chile en primer lugar).
Hay una diferencia estructural entre los dos candidatos. Lacalle Pou es el líder de la mayoría del primer partido de la coalición electoral, con 7 senadores y 22 diputados elegidos detrás de su figura como cabeza de listas. Daniel Martínez no es el primus interpares del Frente Amplio (como Seregni) ni el referente popular como Vázquez, ni cuenta con ningún grupo que lo respalde directamente y sin intermediación. Es muy clara pues la necesidad de respaldo político expreso para el candidato oficialista.
Además, si se piensa en una competencia persona a persona, no debe olvidarse que la única vez que ello pudo medirse en las urnas fue el 30 de junio y entonces Lacalle Pou obtuvo 245 mil votos y Martínez 107 mil.
La coalición electoral opositora parte de una base de 54% del electorado. La búsqueda del voto no requiere dificultades de diagnóstico: lisa y llanamente es afirmar a los que ya votaron a la oposición, especialmente afirmar a los que rechazan a Luis Lacalle Pou o tienen preconceptos contra el Partido Nacional, o prejuicios contra algunos de los asociados. Es una tarea de retención en campo propio.
El oficialismo parte de una base actual del 40% (suma de FA y UP). A su vez tiene ante sí otro 16% de personas que ahora se volcaron a la oposición y por lo menos una vez votaron a la izquierda en los últimos 15 años (2004 a 2019); es un “terreno conocido” al que el Frente Amplio puede dirigir un mensaje de: está bien su enojo o desilusión, pero ahora es entre el proyecto frenteamplista o el proyecto lacalllista. Y hay otro tema que es la sumatoria de nichos, en parte solapable con el segmento dibujado anteriormente y en parte no: los colorados batllistas partidarios de una educación laica y de centralidad estatal; los batllistas con adhesión a un Estado fuerte y protector; los cabildantes que coinciden más con el mujiquismo que con el lacallismo; los que en general manifiestan rechazo al voto a Lacalle Pou o al Partido Nacional. La suma de estos otros nichos apuntaría a 6%, que como todo un swing cada voto que cambia de uno a otro vale doble), por lo que la diferencia de 14 puntos se podría reducir a 2; y algo más (a 1 ½) con la mayor captación que tiene la izquierda sobre la oposición en los electorados del PERI y del Partido Digital.
Como ocurre con todo dibujo de pizarrón, esa reducción no es automática y requiere de un trabajo muy fino: la dupla Astori-Bergara hacia las clases medias, Mujica hacia la clase baja urbana (periferia de las urbes) y la clase media rural (pequeños productores rurales); falta un referente fuerte y conocido en Educación que sea la contracara del modelo de Pablo Da Silveira, a su vez una figura muy potente.
Pero en caso de que esa estrategia oficialista tuviera éxito, no es suficiente, quedaría un 1 ½ por debajo. Necesita avanzar más sobre colorados y cabildantes o sobre el propio electorado nacionalista, aunque no es nada fácil producir disidencias (aun personales) en un partido que se siente camino al poder (más difícil aun cuando, por ejemplo en Colonia, los frenteamplistas libran su propia batalla comarcal y objetivamente ayudan a la derrota nacional del Frente Amplio).
Entonces: Uno, potente coalición electoral pero sin seguridad de durabilidad versus partido solitario con elenco potente. Dos, trabajo de retención en campo propio de la oposición versus estrategia oficialista de avance sobre la oposición. Tres, apuesta al cambio versus apuesta a la estabilidad y la certeza.