16 Set. 2001

Las caras del terror

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Terrorismo significa, según la Real Academia Española de la Lengua, "dominación por el terror" y, en segundo lugar, "sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror". En las ciencias sociales hay muchas definiciones de terrorismo y no pocas veces las diferencias tienen más que ver con posturas ideológicas que con frías clasificaciones científicas.

Terrorismo significa, según la Real Academia Española de la Lengua, "dominación por el terror" y, en segundo lugar, "sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror". En las ciencias sociales hay muchas definiciones de terrorismo y no pocas veces las diferencias tienen más que ver con posturas ideológicas que con frías clasificaciones científicas. Por eso parece más sencillo empezar por el principio, por el sentido primario de las palabras, y recurrir a los cánones de quienes dictan las reglas de la milenaria lengua de Cervantes, de los que surgen dos tipos de terrorismo, según tengan por objeto o no la dominación. Pero la sucesión de actos para infundir terror puede realizarse en dos tipos diferentes de escenario: en un contexto bélico formal o como actos perpetrados fuera del Estado. El dominio por el terror es el conocido terrorismo de Estado, que tiene ejemplos desde una fase de la Revolución Francesa —Robespierre es su emblema— hasta los regímenes contemporáneos, los que generaron millares de muertos y desaparecidos. El terror en un contexto bélico es casi sinónimo de todas las guerras del siglo XX, ya no circunscritas en lo esencial a enfrentamientos entre tropas uniformadas, en las que las víctimas civiles superan siempre a las militares. El terrorismo contra los estados aparece como un fenómeno dominante a caballo del cambio de milenio.

Muchas veces la propaganda política contra grupos opositores llevó a la confusión entre terrorismo, guerrilla u oposición política violenta. Hay una diferencia sustancial desde el punto de vista clasificatorio, que no significa juicio alguno sobre bondades o maldades de uno u otro. El terrorismo supone necesariamente el objetivo de infundir terror y ello se traduce básicamente en que los objetivos deben ser indiscriminados. En palabras de tinte militar puede decirse que la diferencia entre el terrorismo y otras formas violentas es que en éstas los objetivos humanos son combatientes, personas que su responsabilidad política o armada los supone partes en un enfrentamiento de tintes bélicos; en el terrorismo, en cambio, las víctimas son simples civiles, que a lo sumo tienen como responsabilidad la pertenencia a una etnia, a una religión o a una nación. Bombas en discotecas o en pizzerías no aseguran siquiera que todas las víctimas sean pertenecientes a la nación considerada enemiga, ni fieles de la religión anatematizada; pero además tiene en común que las víctimas necesariamente son civiles no combatientes, no son policías ni militares ni gobernantes; la mar de las veces son simples jóvenes con deseos de divertirse o pasar el rato.

La diferencia del ataque a las torres gemelas sobre otros atentados, por la propia naturaleza del World Trade Center, por ese carácter cosmopolita de Nueva York y porque las armas devastadoras fueron simples vuelos comerciales, es la absoluta certeza de que el ataque iba a exceder al potencial enemigo. No sólo se iban a generar víctimas estadounidenses sino de las más diversas nacionalidades, por supuesto del más puro y odiado Occidente, pero también del más mezclado tercermundismo indoamericano y también de gente africana y asiática. Si se pudiese hacer un censo ideológico de las víctimas, se encontraría una representación variopinta del pensamiento y las creencias humanas.

Contra lo que habitualmente se dice, el terrorismo no es irracional, al menos en el sentido de ser ilógico; puede llegar a niveles excepcionales de crueldad y mortandad, pero es producto no de un desvarío temporal, sino de una lógica rigurosa. Es perfectamente lógico; responde a un razonamiento duro y sin fisuras a partir de premisas cerradas. Supone necesariamente la creencia en un bien inequívoco y un mal más o menos inequívoco. Porque en esencia el terrorismo es posible aplicarlo a partir del axioma de que "todo el que no está con nosotros está contra nosotros". Algo así como el "no hay inocentes" de la banda Bonnot, terrorista y delictiva con tintes de un anarquismo informe, que asoló París a comienzos del siglo XX. Cuando el terrorismo se une con fanatismos extremos, donde el suicidio es contemplado como un acto sagrado, es cuando alcanza su paroxismo y su mayor implacabilidad.

El terrorismo tiene siempre muchas posibilidades de éxito, porque el mismo va más allá de la suerte de los terroristas y de los impulsores de un terrorismo. El primero de sus éxitos es que en el mundo es una minoría la dispuesta a condenar siempre y en todo caso el terrorismo, con total independencia de quién es el autor y quién es la víctima; en todos los campos ideológicos se pueden señalar momentos en que el terrorismo fue justificado por alguna causa o fue camuflado como actos no terroristas, como actos meramente policiales en algún caso, como hechos de guerra, como violencia contra la opresión, o como represalia para no dejar crímenes impunes. La lista es muy larga y puede decirse que en el mundo no hay bando ni ideología que no sea culpable de algún acto de terrorismo a lo largo de la úlima centuria. Otro éxito del terrorismo es que la mar de las veces genera réplicas con su misma lógica y su misma ética; las víctimas del terrorismo adoptan la misma lógica de los terroristas y proponen medidas del mismo tenor y en el mismo plano de valores.

Y su éxito mayor es precisamente lograr su objetivo: sembrar el terror. Porque la paranoia es, sin duda, una consecuencia directa del terror y una comprobación de que el terror ha cundido. La exacerbación de controles, las restricciones a las libertades personales, las violaciones de derechos humanos como consecuencia de un acto terrorista son, en definitiva, triunfos de esos actos: lograron imponer el terror.

También es un éxito de la política del terror lograr que mucha gente disocie la muerte indiscriminada con la simpatía o antipatía por el país o el régimen político objeto del terror. Esa disociación que se ha visto en estos días en mucha gente, aquí y en el resto del mundo, también se vio en el pasado en relación a otros terrores de otros signos con otras víctimas. Mientras se mide quién es el que practica el terror y quién es el objeto de ese terror, el terror como tal, en sí mismo, queda relativizado. Y ese es otro éxito.

La serenidad, la templanza, la cabeza fría, son los atributos más necesarios para los seres humanos en circunstancias de excepción, de tensión extrema, de angustia, dolor y rabia. Y más necesarios son en los gobernantes. La única forma de que el terror no triunfe en la humanidad es cuando sus métodos, sus postulados y sus objetivos fundamentales no se logran. El primero de ellos, el no responder a la siembra del terror con el terror, con el racismo, con el aislamiento, con la violencia indiscriminada, con controles de tal nivel que supongan pérdidas de libertades.