12 May. 2002

El temor al miedo

Oscar A. Bottinelli

El Observador

A nada tenemos que temer más que al miedo mismo. Estas palabras las pronunció Franklin Roosevelt (al asumir la Presidencia) en tono firme y vibrante, erguido, con los soportes sosteniendo sus piernas paralíticas. En ese marzo de 1933 el pueblo norteamericano temía a muchas cosas y sufría de muchas más, en medio de la mayor depresión conocida en ese territorio.

A nada tenemos que temer más que al miedo mismo. Estas palabras las pronunció Franklin Roosevelt (al asumir la Presidencia) en tono firme y vibrante, erguido, con los soportes sosteniendo sus piernas paralíticas. En ese marzo de 1933 el pueblo norteamericano temía a muchas cosas y sufría de muchas más, en medio de la mayor depresión conocida en ese territorio. En realidad era sensato temer a muchas más cosas que al miedo mismo. Lo que hizo Roosevelt fue un acto de liderazgo, trasmitir a su pueblo un mensaje inequívoco: estén tranquilos que en medio de la tempestad este barco tiene a su mando un capitán firme, que sabe lo que hay que hacer. Luego vinieron las “Charlas junto a la chimenea”, en que el presidente se dirigió periódicamente a la gente en lenguaje sencillo y de manera a la vez paternal, serena y firme. Sedujo a los norteamericanos en un estilo sobrio, sin recurrir ni al chiste, ni a expresiones vulgares ni al enojo ante las malas noticias. Trasmitió tranquilidad y la confianza en un rumbo cierto, lo cual fue un formidable ejercicio de prestidigitación, pues hay consenso en que si de algo careció fue de un único gran programa claro y concreto: ensayó un camino tras otro, y a veces varios a la vez, y abandonó buena parte de los que emprendió. Su virtud fundamental estuvo en hacer creer que todos esos caminos eran producto de un plan minuciosamente elaborado. Y por último, durante la crisis Roosevelt habló solamente en esas radiofónicas “Charlas junto a la Chimenea” o en actos puntuales; no lo hizo todos los días ni por todos los temas, con lo cual el solo hecho de hablar generaba expectativas y producía efectos.

Hay un fenómeno raro respecto a los liderazgos en momentos de crisis, sobre todo si ese liderazgo es fuerte, paternal y trasmite confianza. Ocurre que aun quienes discrepan radicalmente con él, sienten la misma seguridad y serenidad que quienes coinciden plenamente con su pensamiento y sus soluciones; los discrepantes siguen discrepando, pero se sienten en paz.

Uruguay vive una crisis profunda en lo económico y social, agravada por fuertes temores en lo inmediato y en lo mediato. Temores a miedos conocidos y temores a la incertidumbre, certeza en que se ha perdido la estabilidad, luego de la devaluación y del rebrote inflacionario; y en gran medida, pérdida de confianza en el país mismo. Toda situación crítica es producto de causas objetivas, pero en lo económico, lo social y lo político las crisis se atenúan o se acentúan por elementos psicológicos; la desconfianza agudiza situaciones y la confianza ayuda a paliarlas. El sistema financiero reposa esencialmente en la confianza de los ahorristas en la credibilidad y solidez de las instituciones financieras, los títulos públicos suben y bajan en función de la confianza de los inversionistas en la capacidad de repago, las inversiones vienen o se quedan en función de expectativas subjetivas. Y en esa confianza o desconfianza hay siempre una base real, objetivable y medible, pero hay mucho de subjetivo, de la confianza o desconfianza en la información existente, en particular sobre la creencia de que la información pública es o no es veraz y completa; y cuando no existe credibilidad en la información, la confianza se desplaza hacia los rumores. Confianza implica pues plena credibilidad en la información pública, en su contenido y en su plenitud (que es completa, que no hay ocultamiento); pero confianza implica también credibilidad en que el timón está llevado con pericia, manos firmes y rumbo cierto.

Si a un consultor político que mire a Uruguay desde lejos se le preguntase qué requiere hoy el país desde el punto de vista político, seguramente contestaría: que el gobierno y su soporte político funcionen con fluidez, que haya la mayor voluntad de diálogo entre gobierno y oposición (que hoy no existe por ambas partes) y fundamentalmente que el presidente actúe como Roosevelt.