06 Abr. 2003

De Baldomir al Club Naval

Oscar A. Bottinelli

El Observador

En la segunda mitad de los ochenta y la primera de los noventa en la Ciencia Política tuvo mucho auge el estudio de las transiciones de regímenes autoritarios a democracias liberales. Los análisis tuvieron como eje el Cono Sur de América, la Europa del Sur y la Europa del Este. Quedaron claro distintos tipos de transición: Una es cuando el régimen autoritario colapsa por la derrota militar ante fuerzas extranjeras, pierden así la esencia misma de su ser y se rinden, ante el enemigo militar primero y después ante la oposición de su propio país, como ocurrió en Grecia y en Argentina.

En la segunda mitad de los ochenta y la primera de los noventa en la Ciencia Política tuvo mucho auge el estudio de las transiciones de regímenes autoritarios a democracias liberales. Los análisis tuvieron como eje el Cono Sur de América, la Europa del Sur y la Europa del Este. Quedaron claro distintos tipos de transición: Una es cuando el régimen autoritario colapsa por la derrota militar ante fuerzas extranjeras, pierden así la esencia misma de su ser y se rinden, ante el enemigo militar primero y después ante la oposición de su propio país, como ocurrió en Grecia y en Argentina. En este caso el nuevo sistema tiene o cree tener plena libertad para juzgar el pasado sin limitaciones (aunque a poco de andar se comprueba que los límites, aunque amplios, existen y no se pueden traspasar). Un segundo tipo completamente opuesto es el de salida otorgada, de la transición operada a partir de hombres y estructuras del viejo régimen: el nuevo sistema se construye a partir del anterior, como en España, donde el pasado se cierra y es materia para historiadores. O como variante del anterior, desde el interior del régimen se produce la ruptura, como en Portugal. Un tercer tipo, intermedio, es el de las salidas pactadas, cuyos dos casos paradigmáticos son los de Polonia y Uruguay. En un pacto cada parte concede lo que a la otra le es más importante: para los que se van, la clausura del pasado; para los que vienen, la propiedad del futuro. Y aparece un cuarto tipo en los que en esencia la transición no se considera concluida, como Chile, donde el régimen autoritario deja anudados resortes de poder difíciles de desatar.

La salida uruguaya fue considerada en los ámbitos académicos de ambos continentes como la transición perfecta por excelencia, pues lo esencial del pacto, la no revisión del pasado, fue refrendado por el pueblo mediante un plebiscito de resultado inequívoco, con una adhesión del 58% (de los votos válidos) contra un 42% de la búsqueda de la verdad y la justicia. Más allá de tecnicismos jurídicos y de lo que a cada cual le guste, la sociedad uruguaya votó por el olvido del pasado y votó contra la justicia. Así de duro y de simple. Y así lo reconoció esa noche del 16 de abril de 1989 el líder tupamaro Fernández Huidobro, cuando dijo: “el pueblo dio una orden, y la orden del pueblo se acata”.

No se llegó por casualidad. El batllismo concibió tempranamente una salida que podría considerarse una mezcla de salida otorgada (con otorgamiento inducido) y pactada. El símil utilizado fue la transición operada desde el terrismo hacia la Constitución de 1942, donde una de las figuras centrales del régimen de marzo comandó la transición: Baldomir. Y Sanguinetti tendió pacientemente los hilos a la búsqueda de un Baldomir, lugar en la historia que tuvo a su alcance y no lo captó el general Rapela. A la falta de un Baldomir, quedó la salida pactada.

La izquierda concibió su estrategia de salida en 1981, definida en la consigna trasmitida por Seregni desde la Cárcel Central: “concertación-negociación-movilización”. Concertación con todas las fuerzas políticas del país. Negociación a partir de la concertación para lograr el fin del autoritarismo. Movilización para respaldar la concertación y forzar la negociación. Al Frente Amplio le llevó tres largos años adoptar en plenitud esa estrategia, y ello supuso sentarse a la mesa con los mandos militares en la sede del Estado Mayor Conjunto y en una segunda etapa negociar y acordar en el Club Naval. El qué hacer con el pasado quedó explicitado en dos frases. El 19 de marzo de 1984, al salir de la cárcel, Seregni definió el camino: “somos los obreros de la construcción del futuro”. Y al comenzar las conversaciones en el Esmaco, José Pedro Cardoso, negociador número uno del Frente Amplio, comenzó el deshielo cuando dijo: venimos sin rencores a construir el futuro. En el Club Naval no se pactó el no revisionismo, pero sin duda quedó subyacente.

La idea de una amnistía omnicomprensiva, que de un plumazo resolviese todos los problemas, se venía explorando y tuvo muchos obstáculos. Inicialmente los militares no aceptaban amnistiar a los guerrilleros ni ser amnistiados, porque implicaría reconocer haber violado los derechos humanos. El coloradismo compartía en general la tesis de los militares y además no aceptaba amnistiar a los guerrilleros que hubiesen cometido delitos de sangre; para ello promovieron (lo que en definitiva se adoptó) que sus delitos no fuesen amnistiados, sino que las causas precluyesen por finalización de la pena mediante el cómputo de tres años por cada uno efectivamente cumplido (en atención a las durísimas condiciones de reclusión). Los practicantes de la lucha armada con comisión de hechos de sangre no aceptaban una equiparación entre sus actos (a su juicio motivados por fines altruistas) y los de militares y policías (la consigna: “por una amnistía general, irrestricta y no recíproca”).

El no haber resuelto de un plumazo hizo perder las ventajas de un quid pro quo. En marzo de 1985 la izquierda obtuvo el quid sin dar el pro, y ya nadie la pudo atrapar para que lo diera. El Partido Nacional quería permanecer incontaminado y hacer recaer toda la responsabilidad de una amnistía en el Club Naval, por lo que se negó a votar una amnistía con ese nombre. Y así, muy a la uruguaya, blancos y colorados acordaron una solución heterodoxa, jurídicamente deficiente: una amnistía con otro nombre, la caducidad de la pretensión punitiva del Estado en los delitos cometidos por militares y policías durante el periodo de facto. Lindo texto además para su exégesis, que como lo demostraron los años posteriores, fue muy difícil realizarla sin apasionamientos, sin que magistrados y juristas pudiesen evitar que se les colase sus convicciones políticas o sus valoraciones del pasado o del presente. Pero luego se creyó que el referendum, resistido con uñas y dientes por el gobierno, terminó por ser la solución perfecta, pues dio a la ley la sacrosanta legitimidad que en Uruguay tiene (¿o habrá que decir tenía?) lo que emerge de las urnas.

El mayor error de los dirigentes que procesaron la transición fue no prever que el paso del tiempo podía hacer cambiar el escenario. Muchos de los actores principales han salido de escena. Al frente de la izquierda no está la gente que protagonizó la salida institucional. La sociedad uruguaya cambió de rumbo y con ella la orientación política de los magistrados. Y así, cuando se creyó que lo último que quedaba era esclarecer la suerte de los desaparecidos, lo que se iba a lograr con la Comisión para la Paz, en forma casi simultánea esta culmina con un éxito pírrico, bombardeado desde la magistratura. La transición no fue lo exitosa que se creía, ni se terminó.