29 Jun. 2003

Una respuesta inacabada

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Treinta años y dos días atrás se produjo el golpe de Estado que supuso la mayor involución institucional del país desde la creación del Estado moderno. Doce años más tarde, las características del retorno a la democracia llevaron a los cientistas políticos a definir el proceso uruguayo como de “restauración democrática” (misma constitución, mismo sistema de partidos, sistema electoral, líderes políticos) y, por ende, ver esos casi doce años como una interrupción institucional, como un paréntesis corto en un largo proceso democrático.

Treinta años y dos días atrás se produjo el golpe de Estado que supuso la mayor involución institucional del país desde la creación del Estado moderno. Doce años más tarde, las características del retorno a la democracia llevaron a los cientistas políticos a definir el proceso uruguayo como de “restauración democrática” (misma constitución, mismo sistema de partidos, sistema electoral, líderes políticos) y, por ende, ver esos casi doce años como una interrupción institucional, como un paréntesis corto en un largo proceso democrático. Y a poco de andar otros cuatro años se creyó ver el fin de la transición cuando la ciudadanía convalidó la amnistía por las violaciones a los derechos humanos. Democracia larga y continua por un siglo, paréntesis de algo más de una década, restauración plena, transición corta y cerrada. Ese fue el diagnóstico unánime y optimista formulado por los cientistas sociales a lo largo de los noventa.

Vistas las cosas desde hoy, no parece tan simple. El largo proceso democrático tuvo un par de interrupciones en los años treinta y en los cuarenta. El golpe de Estado fue el producto de un largo proceso de al menos diez a quince años, cuyas causas profundas no se han explorado a fondo. Los efectos emergentes de la dictadura no se cerraron en 1989, sino que hibernaron, para revivir en el siglo XXI con una dinámica que amenaza comprometer la tranquilidad del próximo gobierno.

La pregunta fundamental que desde hace décadas se plantea todo el que se matrizó en el viejo Uruguay liberal, tolerante y orgulloso de sí mismo, y luego fue partícipe y co-responsable de lo que se vino, es por qué ocurrió lo que ocurrió. Porque en términos generales, la culpa de lo que pasó parece que en mayor o menor medida es de todos. Aquí sí que vale el “que tire la primera piedra el que esté libre de culpa”. No volaría ni un pedregullo.

<

Las democracias no caen porque un buen día la gente se despierta y siente que ha dejado de creer en ella, sino que la caída es el producto de muchos factores erosionantes. Uno de ellos, cuya importancia hay que resaltar pues viene reapareciendo, es la pérdida de confianza en la política, los políticos y los partidos. En aquella época los dirigentes políticos tardaron mucho en aceptar que se formaba en el país un clima de incredulidad. La respuesta de los políticos, que con preocupación se ve repetir hoy en algunos actores, es refugiarse en que nada de ello se traduce en el voto: “la gente vota igual; no vota en blanco”. El no distinguir entre la cantidad y la calidad del voto es algo elemental en aritmética electoral (los votos valen lo mismo, sean producto del más formidable convencimiento o de la duda más absoluta), pero esa confusión es peligrosísima a la hora de prever los acontecimientos, de atisbar por donde van las tendencias de la sociedad. Dudas en la política y los políticos van muy asociadas a los resultados económicos y sociales. Hasta mediados de los años cincuenta Uruguay fue uno de los cinco países de más alto nivel de vida en el mundo y, quizás relacionado con ello, obtuvo por cuarta vez el título al mejor fútbol del planeta. La segunda mitad de los cincuenta y el despuntar de los sesenta suponen un tobogán económico, social, futbolístico; el bolsillo y el ego de los uruguayos quedaron agujereados.

Así a poco de caminar los años sesenta esas dudas en la democracia adquirieron múltiples formas. Una de ellas fue la búsqueda de gobiernos más fuertes y personalizados, que condujo a la reforma constitucional de 1966, donde surge un dato interesante: con la sola excepción de los colegialistas por principio (Vasconcellos en la vieja 15, el diario El Día), nadie se atrevió a enfrentar el retorno presidencial, lo más que hicieron algunos fue presentar su propio proyecto para torpedear el triunfo reformista. El gobierno fuerte y personalizado fue reforzado con la aparición de candidaturas outsiders, en particular de militares; los generales como candidatos presidenciales, en todos los grandes partidos: Oscar Gestido (Colorado, 1962 y 1966), Mario Oscar Aguerrondo (Nacional, 1971) y Líber Seregni (que agrupa a la izquierda en la fundación de un tercer gran partido, 1971). Pero además hubo outsiders civiles, figuras periféricas de la política como Alberto Gallinal Heber (blanco, 1966). El salir a buscar candidatos de fuera de la política es una clara señal de desconfianza en la política, y la desconfianza en la política a la corta o a la larga marca una pérdida de fe en la democracia. Y el salir a buscar candidatos militares es una señal muy fuerte de debilitamiento en un esquema de competencia suave, libre, tolerante; es ni más ni menos que el viejo reclamo de orden. También cerca de la mitad de los sesenta se denunciaron en el país intentos de golpe militar. Después vino el pachequismo, como un camino en el borde del fair play democrático para imponer ese orden, enfrentar especialmente el contrapoder sindical e intentar implantar reformas en lo económico y lo social.

De la mano de la Revolución Cubana tomó auge el camino de la revolución armada, el cuestionamiento de la democracia política (considerada como un instrumento de dominación de la clase dominante para mantener su dominación), la desvalorización de las elecciones y de la representación política, la descalificación de los niveles sociales y económicos alcanzados por Uruguay, el maximizar las carencias e injusticias sociales del país y estimar que sólo eran corregibles por vía revolucionaria. Y así fue como todavía bajo régimen colegiado, muy lejos del presidencialismo y más lejos aún del pachequismo, apareció la guerrilla, la búsqueda del derrocamiento del sistema político, económico y social por vía armada. Más tarde el pachequismo, con sus medidas de corte autoritario, para un sector del país dio justificación y popularidad a la resistencia y ayudó a confundir las aguas. Un poco más tarde todavía, entre la democracia liberal por un lado y la posibilidad de reformas sociales y económicas sin democracia liberal por otro, una parte nada menor de la izquierda optó por esto último.

Pero estos apuntes, parciales, incompletos, apenas sirven para atisbar cómo se fue perdiendo la confianza en ese sistema político, que reposa en la pluralidad, la tolerancia y el respeto a los otros. Pero hacer un inventario para nada ayuda a contestar esa pregunta que hace años atraganta a muchos: ¿por qué? ¿Qué fue lo que llevó a esa pérdida de la pluralidad, de la tolerancia, del respeto a los demás? Y la otra pregunta que angustia más: no hay golpes militares ni guerrillas a la vista, ¿pero no hay riesgo de volver a caer en la intolerancia y en la demonización del otro?