14 Dic. 2003

Oír el mensaje de las urnas

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Las primeras reacciones al resultado de las urnas no constituyeron la exhibición de dirigencias políticas y empresariales de alto nivel, más bien lo contrario. La idea que lo único que se votó fue el destino de la refinería, sobre la cual este pueblo crédulo a las mentiras e ignorante votó sin saber por qué lo hacía, es decir, que no está capacitado para la democracia; y además que está de espaldas al mundo y no entiende que pasa más allá de fronteras.

Las primeras reacciones al resultado de las urnas no constituyeron la exhibición de dirigencias políticas y empresariales de alto nivel, más bien lo contrario. La idea que lo único que se votó fue el destino de la refinería, sobre la cual este pueblo crédulo a las mentiras e ignorante votó sin saber por qué lo hacía, es decir, que no está capacitado para la democracia; y además que está de espaldas al mundo y no entiende que pasa más allá de fronteras. Días después el análisis de los actores políticos se fue refinando, pero quedó muy centrado en aspectos coyunturales, en el papel protagónico de algunos líderes, juegos duales de otros y errores publicitarios. Y ha sido lugar común entre analistas calificar el resultado de “voto castigo”, que en realidad es un término que indica que un pueblo enojado descarga su frustración en forma masiva y, hecha la catarsis, se libera y puede volver a seguir a los que castigó: chas chas en la cola y todo bien. Es una conducta típicamente argentina, donde el castigo aparece cuando el péndulo alcanza el punto opuesto a la idolatría, a donde volverá. Fue mucho más profundo que un superficial enojo.

Las campañas publicitarias del NO tuvieron gruesas falencias, el discurso político general marcó una asintonía con el grueso de la opinión pública y estuvo dirigido a un país que ya no es el mismo. Se sobrevaloró la recuperación económica, que no ha llegado ni a los hogares ni a la gran mayoría de las empresas. Y se minimizaron los hondos efectos que dejó la crisis que estalló el año pasado. Todo ello es absolutamente cierto. Pero si la publicidad hubiese sido mejor, si el discurso hubiese sido más afinado, si algún líder hubiese participado más y alguno otro un poco menos, si todo ello hubiese ocurrido, el resultado de 60-34 podría haber cambiado a no mucho más de 56-38, o quizás 54-40; en esencia es lo mismo. Por encima de la anécdota, de lo episódico, es necesario escuchar el mensaje de las urnas, de las del 7 de diciembre y de todas las habidas en los últimos 40 años. Se hace necesario bucear en las profundidades de los comportamientos de la sociedad.

Ambas colectividades tradicionales en conjunto representaron más del 90% del electorado desde la creación del estado moderno hasta 1966. Desde entonces se produjo un fenómeno de constante e ininterrumpido declive: 81% (1971), 75% (1984), 68% (1989), 63% (1994), 54% (1999, parlamentarias), 52% (1999, balotaje) y 34% (referéndum de 2003). Este último porcentaje surge de dos fuentes. Uno, es la votación del NO, que aunque contó con voto frenteamplista se compensa con los blancos y colorados que eligieron otras opciones. Dos, es el porcentaje que registra el voto declarado y el oculto a ambos partidos tradicionales en las encuestas de intención de voto. Probablemente si hoy hubiese elecciones el voto real estuviese por encima de ese 34%, quizás llegase hasta el 40% (hoy, el año que viene es otro cantar). Como fuere, tanto da para el análisis una cifra o la otra, porque lo que hace es confirmar esa línea histórica profunda. En estas casi cuatro décadas hubo de todo en el país: descaecimiento del sistema político, guerrilla, violencia institucional, dictadura, muertos, secuestrados, torturados, restauración de la democracia, revitalización del sistema político, tres lustros de sostenido crecimiento económico (en lo macro y en lo micro), constante y fuerte mejoramiento del ingreso de los hogares y consecuentemente del consumo, caída de la desocupación, el bum de los noventa, la crisis que impacta en el 2000 y el desplome del 2002. En casi cuatro décadas en el país hubo primavera, verano, otoño e invierno, y los comportamientos electorales fueron inmunes a las estaciones del clima político, económico y social. En las dirigencias políticas hubo cambios y continuidades. Los referentes en el nacionalismo fueron Ferreira Aldunate, Pereyra, Zumarán, Lacalle, Volonté y Ramírez; en el coloradismo, Pacheco Areco, Batlle Ibáñez y Sanguinetti; en el frenteamplismo, Seregni, Batalla, Arana, Astori y Vázquez (y luego Batalla se fue de la izquierda hacia un partido tradicional). Y la línea de caída tradicional y la de crecimiento de izquierda es casi recta, sin quiebres, ambas inmunes a quien dirige cada cosa, como si hubiesen sido escritas por la mano de Alha. Esto obliga a una primera reflexión. No se dan estos fenómenos en una sociedad por la acumulación desordenada de hechos fortuitos. Hay que bucear en las profundidades de los mares para desentrañar los misterios.

En principio aparecen tres grandes temas que podrían apuntar a una explicación del fenómeno. Tres temas tirados arriba de la mesa para la discusión, sin la pretensión de ser los únicos ni necesariamente los principales. El primero tiene que ver con el modelo de país, o con el rumbo del país, y con el posicionamiento político de los partidos en relación a ello. Concretamente el papel del Estado y del mercado, el papel de la solidaridad y el de la competencia. Parece bastante claro que la sociedad considera exitoso un modelo industrialista, cerrado, estatista en el manejo de la economía y en la protección del individuo, y cuyo cenit se ubica en los años cincuenta, en el entorno y con la magia de Maracaná. Los partidos tradicionales (hacedores del modelo) en gran medida lo han abandonado y la izquierda (crítica del mismo) lo ha asumido (es particularmente interesante como el sector político más identificado con ese modelo –el Foro Batllista – no es percibido así por el grueso de la gente. Un segundo tema tiene que ver con los reclamos de trasparencia, de deslinde entre el interés público y el interés privado, de claridad de intenciones y procedimientos. Y uno tercero está relacionado con las formas de hacer política, con el tema del clientelismo y el patronazgo de un lado, con los ámbitos de participación por otro. En los tres casos no interesa demasiado cómo son las cosas, sino cómo cree la gente que son. Porque en definitiva las personas definen posturas en base a lo que perciben, aunque la percepción fuese muy desviada respecto a la realidad. Y si la percepción y la realidad no coinciden, hay un grave problema de comunicación. Y si una y otra coinciden, hay un grave problema de actuación.