04 Abr. 2004

La grisura como virtud

Oscar A. Bottinelli

El Observador

En la obra dramática que es la vida a cada quien corresponde un tipo de papel diferente en el reparto. Hay papeles sin duda gravitantes, gravitación que está precisamente en la grisura, la mesura, la ecuanimidad y la ponderación.

En la obra dramática que es la vida a cada quien corresponde un tipo de papel diferente en el reparto. Hay papeles sin duda gravitantes, gravitación que está precisamente en la grisura, la mesura, la ecuanimidad y la ponderación.

Un árbitro de fútbol, un magistrado judicial, son personas llamadas a tener papeles que no son protagónicos. El árbitro de fútbol es el hombre que debe buscar que el partido se juegue con el cabal cumplimiento de las normas, nada más que eso. Y debe lograr nada menos que eso: que el partido no se le vaya de las manos, que por impartir adecuadamente el reglamento no le otorgue al juego un ritmo espasmódico, lleno de frenos y arranques, que su ego no lo lleve a pretender el protagonismo del espectáculo. Además, por supuesto, de espaldas fuertes para soportar rechiflas. La mar de las veces su ecuanimidad, su actitud equilibrada, tiene como premio el enojo de ambas parcialidades. En el momento del juego, el buen árbitro más de una vez se hace acreedor a la rechifla unánime. Después, mucho después, calmadas las aguas, podrá venir el reconocimiento, si viene. Ese es su papel en la vida, no otro.

Más o menos lo mismo pasa con los magistrados judiciales. Su labor es bastante oscura. En un sistema románico puro no hacen la ley, la dicen. No crean derecho, ni siquiera administran justicia. En rigor lo único que hacen es analizar los hechos para determinar el derecho que corresponde aplicar y disponer lo necesario para que se aplique. Es una paciente labor de investigación, análisis e interpretación. En realidad un juez no juzga, no emite opiniones de valor sobre lo correcto o incorrecto, lo moral o lo inmoral, sino sobre lo ajustado o desajustado a derecho. A muchos magistrados este papel les resulta un corsé inaceptable. Unos quieren hacer justicia, es decir, dar la razón a uno y condenar a otro según sus propios valores, los del juez, que cree que esos valores significan lo justo, lo correcto, lo moral; y en ese afán fuerzan la ley, hurgan y buscan resquicios para poder colar su cosmovisión. Para otros lo importante es crear derecho, y así ven vacíos o lagunas donde para otros lo que hay es libertad, y así se ponen a regular lo que el legislador no reguló. Quien repase la jurisprudencia uruguaya de los últimos tiempos, y a veces de tiempos no tan últimos, verá que donde el legislador dejó librado a la libertad de las personas o de las partes, los magistrados se pusieron a regular. Es que crear derecho entusiasma. Dedicarse exclusivamente a hacer calzar los hechos en el derecho parece mediocre, aburrido, burocrático.

Esta tentación, la de salir de su papel e interpretar el papel que fue escrito para otro, es muy fuerte en muchas profesiones. Es la tentación de creer que en el teatro sólo hay protagonistas. Porque a veces el director queda en penumbra, como también el escenógrafo, los actores de reparto, los que hacen el trabajo silencioso y desconocido de producción.

Más o menos lo mismo pasa en la vida política. El analista es alguien que elige no sentarse frente al tablero, o sentado en él levantarse para dejar el juego, en uno u otro caso para ser un espectador. Un espectador muy especial, porque no sólo mira, sino que interpreta. Mira a uno de los jugadores que juega con las blancas, se pone en su cabeza, piensa como él, asume su temperamento, intenta tener su vuelo y su lógica, o su grisura y sus incongruencias, y entonces elabora la estrategia, la táctica, las jugadas que le parecen las mejores para lograr el triunfo de las blancas. Y explica eso a los otros espectadores, a los que no se dedican como profesión al análisis. Luego hace los mismos con las negras. También se introduce en su cabeza y en su espíritu, asume sus corajes y sus temores, y también elabora estrategia, tácticas, movimientos en busca del triunfo de las negras. Y asimismo lo explica a los otros espectadores. No busca que ganen las blancas ni que ganen las negras, sino que piensa que va a ganar el que haga su propio juego con la más rigurosa lógica de acuerdo a su ser, a su espíritu, a su templanza, inclusive a sus valores y creencias. Ese analista, del ajedrez, la política o la vida, no juega. Y por tanto no tiene los premios ni las amarguras de los jugadores. No va a gozar del triunfo ni ser aplaudido por ello, no es su papel. Tampoco va a ser el que sufra la amargura de la derrota, porque tampoco está en el escenario para eso. Su papel pues puede ser muy rutilante mientras se juega el juego, porque en el silencio de los jugadores el público quiere que alguien le explique por qué cada uno juega lo que juega. Pero en la culminación del juego está demás, su papel terminó, no recibe ni le corresponden aplausos.

Esta es la ley de la vida. Si el magistrado cree que debe imponer la justicia, que no es otra cosa que querer imponer sus valores y creencias, porque hay tantos conceptos de justicia como sistemas de valores y de creencias, si el magistrado pretende eso, o pretende crear derecho, entonces le corresponde dejar la toga y, como un día di Pietro en Italia o Garzón en España, lanzarse de lleno a la política en pos de una banca, para sentarse en el lugar donde se confrontan valores y creencias y ellas se transforman en derecho, en normas y reglas, en política. Si el analista no puede con la grisura, no le basta con explicar cómo juegan los jugadores sin tomar partido por ninguno, también debe colgar su toga invisible y hacerse protagonista o al menos agonista. Entonces sí, jugar el juego donde se gana o se pierde, como un jugador a carta cabal.