02 Jul. 2006

¿Quo vadis presidente Vázquez?

Oscar A. Bottinelli

El Observador

El presidente de la República vive un particular momento, producto de un conjunto de problemas personales y de problemas políticos: al interior del gobierno y del partido de gobierno, de las más diversas organizaciones sociales y empresariales con el gobierno, del país con el país vecino y del país en el mundo, y del presidente con los principales medios de comunicación.

El presidente de la República vive un particular momento, producto de un conjunto de problemas personales y de problemas políticos: al interior del gobierno y del partido de gobierno, de las más diversas organizaciones sociales y empresariales con el gobierno, del país con el país vecino y del país en el mundo, y del presidente con los principales medios de comunicación.

Desde la noche de la elección a hoy ha dado dos señales opuestas, contradictorias, sobre el modelo de país al que apunta: ha apelado al consenso y en los últimos días apela (o vuelve a apelar) a la polarización, al país dicotómico, donde solo se admite que se esté de una parte o de la otra, sin posibilidad alguna de tierra de nadie. Cualquier modelo es válido. Nada más alejado del consenso, nada más paradigmático del país dicotómico, que España, donde el jefe del Gobierno y el jefe de la oposición se tratan en público en una forma que en Uruguay hubiese devenido en duelo (al menos hasta unos años atrás, cuando todavía regía la ley de duelos), donde los partidos se descalifican mutuamente; y nada de eso hace que merme el carácter democrático liberal de España, o más exactamente su calidad de poliarquía plena. Nada tiene de malo querer un país dicotómico como tampoco lo tiene el querer un país de consenso. Son opciones ideológicas, pero también son opciones de estructura de personalidad: hay personas cuya propia personalidad los lleva a la dicotomía, porque el mundo lo ven en blanco y negro, o con muchos tonos de blanco y otros tantos de negro, y hay personas cuya propia estructura psíquica los lleva a la consensualidad, porque ven el mundo con una extensa gama de colores, y gustan y aprecian de los matices. Además, más allá de las estructuras personales y de las ideologías, hay momento en el mundo, hay espacios y tiempos en que la historia lleva a la consensualidad y espacios y tiempos que conducen a la polarización.

Pero más allá de contextos, un presidente debe elegir con claridad hacia donde quiere apuntar. En un momento duro del país, que preanunciaba los peores momentos de la historia moderna, Jorge Pacheco Areco fue un presidente que apeló a la polarización, en perfecta sintonía con una buena parte de la oposición que también apelaba a la polarización. La confrontación entre “La Democracia” contra “El Comunismo” o “La Patria” contra “La Subversión” tuvo su correlato en la dicotomía “Oligarquía-Pueblo” o “Imperialismo-Liberación”. Razones hay de una parte para sostener que efectivamente su concepción de democracia o de patria estaba en peligro ante su propia concepción de comunismo o subversión; y razones hay de otra parte para sostener que su concepción de cambio revolucionario o de liberación nacional obligaba a emprender un combate frontal, por las vías que fuesen, contra su concepción de la oligarquía y el imperialismo. Pero cada una de las partes no dudó en jugar a la confrontación y Pacheco Areco como presidente fue un gran manejador del poder en esa concepción, teniendo además absoluta claridad de qué límites se autoimponía en esa confrontación. Y una parte significativa de la izquierda también supo manejar la confrontación y poner límites a la misma. Pero puede ser que Pacheco no haya tenido claridad de ver que aunque él se autoimpusiese límites, las mismas ruedas que puso a girar llevaban a que los límites se sobrepasasen; y puede que esa gran parte de la izquierda tampoco atinase a frenar las ruedas que ella misma, o sus aliados, pusieron a girar. Pero como fuese, se entró en una dialéctica de confrontación, con el crescendo propio de esa dialéctica, y con un manejo de cada quien en función de la misma.

A partir de la restauración democrática, más bien luego de promediarse el tiempo dictatorial, el país comenzó a virar hacia el consenso. De ese viraje nacieron el Pacto del Club Naval, la Concertación, la Entonación Nacional, los gobiernos de coalición. La consensualidad en unos casos pudo ser plena, en otros casos limitada, desprolija.

Un presidente, un gobierno, pueden tener un primer periodo, un tiempo de rodaje, en que no tengan claro a dónde debe apostarse, entre otras cosas porque apostar a lo uno o a lo otro requiere también verse las respuestas de los demás. Así como no hay matrimonio por la sola voluntad de una parte (en un país libre y moderno), tampoco hay consensualidad porque uno solo aspire a ella; aunque también es verdad que tampoco hay confrontación si uno quiere confrontar y el otro no; también para pelearse se requiere el común acuerdo de querer pelear entre sí. Pasado el tiempo de rodaje (y transcurrir más de la cuarta parte de un periodo de gobierno lo es), no cabe más juegos de ensayo y error, sino que la técnica del buen gobierno – más allá de ideologías, valores y opciones políticas – impone la necesidad de elegir un camino, o al menos de dejar clara las señales presidenciales: el presidente quiere ir hacia la polarización o el presidente quiere volver a la consensualidad.

Esta definición presidencial parece imprescindible para el propio gobierno y también para el resto de los actores políticos y parapolíticos. Surge la absoluta necesidad de que las cartas estén arriba de la mesa, boca arriba.

Hoy hay un gobierno acosado por los cuatro lados, por las razones más diversas y opuestas entre sí, donde cada lado tiene a una parte del gobierno en su favor y a otra o varias otras en su contra. Hay un gobierno dividido con una mayoría parlamentaria en confrontación interna. El presidente juega desde la distancia, dejando que los actores internos se desgasten, que ministros y parlamentarios hagan su juego hasta que, desgastados, reciban el arbitraje presidencial. Pero cuando el dictat presidencial se demora, el tiempo que se pierde es tiempo de gobierno, tiempo del propio presidente, y la demora en esta segunda cuarta parte del tiempo de gobierno implica desgaste de ministros y parlamentarios, pero sustancialmente conllevan al desgaste del gobierno y a la erosión de la figura presidencial. La erosión de ministros, la erosión del gobierno, la erosión oculta de la figura presidencial, tarde o temprano llevan al desgaste fuerte del propio presidente. La técnica del buen gobierno, como conclusión esencialmente técnica de una ciencia y un arte, conlleva a ver que el presidente debe empezar a conducir, a tomar decisiones por sí mismo, al costo que fuere, que seguramente será mejor que el costo de no decidir.