09 Jul. 2006

De emergencia, dignidad y ayuda

Oscar A. Bottinelli

El Observador

El Plan de Emergencia fue concebido como la nave insignia del primer gobierno de La Izquierda en Uruguay. En lo proclamado implicaba erradicar en un plazo de 24 meses la indigencia, la pobreza extrema. En una definición más estricta implicaba un objetivo reducido, que suponía levantar a quienes se situaban en el último escalón de la sociedad y llevarlos al penúltimo; y esa gente a rescatar no pasaba de las 80 ó 100 mil personas.

El Plan de Emergencia fue concebido como la nave insignia del primer gobierno de La Izquierda en Uruguay. En lo proclamado implicaba erradicar en un plazo de 24 meses la indigencia, la pobreza extrema. En una definición más estricta implicaba un objetivo reducido, que suponía levantar a quienes se situaban en el último escalón de la sociedad y llevarlos al penúltimo; y esa gente a rescatar no pasaba de las 80 ó 100 mil personas. Y además se imaginó que esa erradicación de la indigencia iba a tener efectos visuales significativos sobre la sociedad o, en otras palabras, que el mirar la sociedad en forma panorámica iba a verse un paisaje claramente diferente al anterior, mejor. Con ello se iba a demostrar que bastaba voluntad política y una orientación definida en favor de los más necesitados, para que las cosas se hiciesen.

Pero además se partía de otra base complementaria. Los estudios de las políticas sociales en Uruguay tienden a coincidir, en una mayoría muy grande, en que el país hace mucho tiempo que gasta mucho dinero en esas políticas, pero que lo hace mal, con superposición de prestaciones y de servicios, con exceso de intermediación o de estudios de diagnóstico, que hace – lo uno y lo otro – a que haya un resultado muy bajo por cada peso invertido. De donde, una buena coordinación de los recursos existentes, una mayor eficacia en la distribución del gasto, una mayor profesionalización en la ejecución, multiplicaba los resultados con la misma inversión. Entonces el Plan de Emergencia venía a dar resultado por la inversión de cien millones de dólares por un lado y de la multiplicación de efectos de los dineros ya existentes y aplicados. Además, en gran medida concentrado el gasto en menos del 3% de la población del país, parecía asegurar resultados inmediatos, con la inmediatez que supone un tiempo de escasos 24 meses.

La realidad fue otra y de ahí vino la primera sensación de hundimiento del buque insignia. En primer lugar porque no había ningún plan de Emergencia, sino lo que había era un objetivo y una sensibilidad de atacar al problema. Al no haber plan, no había tampoco pensado los instrumentos. Así se fue improvisando sobre la marcha. El órgano coordinador de políticas sociales devino en un nuevo ministerio, el de Desarrollo Social; por tanto, de coordinador pasó a unidad ejecutora. La coordinación de las políticas sociales nunca siquiera se intentó, al punto que el nuevo Ministerio comenzó a cumplir servicios ya previstos y de competencia de otras reparticiones públicas; así pasó a ejecutar políticas de salud que corresponden a un voluminoso departamento estatal como lo es de Salud Pública (ahora llamado simplemente de Salud) y empieza a dar pasos hacia la invasión de potestades de la Administración Nacional de Educación Pública. No solo no hubo coordinación, sino que se amplió la superposición de prestaciones y de servicios. No había plan ni instrumentos, pero tampoco había una categorización clara de lo que se quería atacar. Y ese último escalón devino en último, penúltimo y más, y así más que se duplicó el número de hogares objeto del programa. Esa ampliación, producto del cambio de objetivo, intentó ser explicada desde el gobierno como el descubrimiento de más pobreza de la medida, lo cual no tiene asidero, porque lo que falló no fue la medición de la pobreza sino la conceptualización de qué cosa se catalogaba como qué. Además, se complicó la comunicación, y se simplificó la idea en la prestación de un cheque por algo más de mil trescientos pesos sin contraprestación efectiva alguna. Todo esto, en un marco de improvisación en el sentido literal del término, de comenzar a planificar sobre la propia marcha, cuando la gente acuciaba con las demandas, generó la sensación de caos y fracaso del plan.

Sin embargo, a un año y cuarto de funcionamiento se aprecia que lo que comenzó a funcionar es otra cosa, otro plan de emergencia, es decir, un plan producto de su elaboración sobre la marcha, con mucho ensayo y error, en medio de aciertos y desaciertos, y con objetivos reformulados. Y esos objetivos reformulados implican varias cosas. La primera es que ya no se trata de un plan fulminante para erradicar de la indigencia a tan solo 80, 90 ó 100 mil personas, sino un plan para atacar los niveles de indigencia de unos y de alta pobreza pero no indigencia de otros, que en conjunto trepan cerca de los 300 mil. La segunda es que el combate no es exclusivamente por el logro estrictamente económico, sino a través de otro tipo de ganancia o enriquecimiento de los individuos.

Y aquí vienen cosas muy interesantes. La primera es el combate a la indocumentación. Uruguay dejó crecer sin darse cuenta un sector, pequeño pero relevante, de personas sin existencia civil, o con capitas diminutio: unos por siquiera estar inscriptos en el registro de nacimientos; otros porque luego de haberse registrado su llegada al mundo, allí quedaron, y jamás tuvieron una cédula de identidad. Esa falta de cédula de identidad los llevó a una situación jurídicamente absurda: carecer de atención de salud en un país que la definición de Salud Pública es el derecho universal a esas prestaciones: todo individuo tiene derecho a asistirse en los hospitales y policlínicas estatales, y a hacerlo gratuitamente si está por debajo de determinada línea económica; resulta que esa universalidad quedaba cortada por la indocumentación. La documentación otorga al individuo dignidad, pero además derechos a la salud, la asignación familiar y otras prestaciones. Este sin duda ha sido un primer logro de este plan que comenzó casi como un buque hundiéndose.

Luego viene la incursión en las áreas de salud y educación, y con ello han llegado dos líneas de alta discusión. En esencia supone que Uruguay no tiene capacidad, o no tiene profesionales adecuados, o los mismos no están dispuestos a brindar los servicios con criterio social en algún área de la salud (como la oftalmología) y en una parte de la educación, como la alfabetización de la población real o técnicamente analfabeta. Esa es una primera discusión, si ese punto de partida del gobierno es compartido o no por el grueso de la población y de los actores de la salud y la educación. Una segunda discusión es si efectivamente Cuba tiene niveles superiores como para ayudar al Uruguay, y si Uruguay ha decaído tanto como para necesitar ayuda médica y pedagógica de un país tradicionalmente más atrasado que éste en ambas áreas. Estas son dos discusiones abiertas que todavía no se han dado.