03 Set. 2006

Cuando Uruguay no va al Líbano

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Parece que en este país se discute mucho; sin embargo, cuando se analiza en profundidad, se detecta que el debate se centra en largo periodos y con ángulos diferentes sobre los mismos dos o tres temas, en un ritornelo incesante.

Parece que en este país se discute mucho; sin embargo, cuando se analiza en profundidad, se detecta que el debate se centra en largo periodos y con ángulos diferentes sobre los mismos dos o tres temas, en un ritornelo incesante. Son muchos los asuntos sobre los que en realidad no existe debate, contraposición de ideas, sino a veces algún que otro estallido puntual y efímero. En materia de política exterior no ha habido ninguna discusión profunda y omnicomprensiva de la misma, en particular hacia la definición del objetivo estratégico de esa política exterior, sobre cuál y cómo debe ser la inserción de Uruguay en el mundo, visto en una perspectiva de durabilidad de un periodo histórico, más allá de los arrebatos pasionales de un ocasional presidente argentino o de los trenes que pasan o dejan de pasar; hay pocas intervenciones y escasos artículos de fondo (aunque los pocos, son muy buenos). Muchos ríos de tinta y de saliva se vierten al confundir discutir la política exterior con estar atentos a los gruñidos o a la parquedad del Canciller. El objetivo estratégico de la política exterior, el objetivo final de la inserción de Uruguay en el mundo, es multidimensional y abarca aspectos políticos, diplomáticos, económicos, financieros, comerciales, culturales, sociales, logísticos y también militares.

El área de conflictos internacionales que concita la preocupación de más gobiernos y que más acapara la atención de la opinión pública es el oriente medio. Hoy, el conflicto específico que involucra a los estados de Israel y el Líbano, y al grupo armado Hezbollah, ha desplazado a cualquier otro del epicentro. Las Naciones Unidas han logrado un cese del fuego, uno de cuyos elementos capitales para su conservación es la presencia de una fuerza internacional de paz en el marco del Capítulo VII de la Carta de la organización, vale decir, es una misión de imposición de la paz, con alta probabilidad de participar en operativos bélicos. Como se sabe, ha resultado difícil armar esta fuerza multinacional, por la escasez de países aceptables para todas las partes, ora porque unos lisa y llanamente ni siquiera reconocen la existencia del Estado de Israel o éste los considera hostiles o poco amigables, y otros por ser considerados fuertemente parcializados a favor del referido estado. Entre los pocos países convocados por el secretario general de las Naciones Unidas con aceptación por las partes se encuentra Uruguay, que ya integró anteriormente la Fuerza Internacional de Nacional Unidas en el Líbano, conocida por la sigla FINUL. Y esta vez Uruguay rechazó el ofrecimiento, sin discusión alguna, ni siquiera sin comentarios u opiniones periodísticas, con escuetas y crípticas declaraciones del ministro interino de Defensa. Un hecho de tal trascendencia careció de explicaciones claras, no se supo la opinión de los demás involucrados en un hecho de tal trascendencia en política exterior, y no quitó el sueño a la oposición. En realidad las carencias son más profundas: falta un debate a fondo sobre la participación del país en las misiones internacionales de paz y, más aún, falta discutir el papel que en el nuevo mundo que se configura en el tercer milenio deberán tener en Uruguay las fuerzas armadas, cuál va a ser la doctrina y misión militar.

Participar en la nueva FINUL tiene para cualquier gobierno problemas y costos significativos. En primer lugar, Uruguay tiene una cantidad importante de efectivos en el exterior, en particular en el Congo-Kinshasa y en Haití - en ambos casos en misiones de imposición de paz – y desde el Ministerio de Defensa y el comando del Ejército se sugiere que el país estaría al límite de su capacidad en cuanto a la presencia de efectivos en el exterior (tema que debería determinarse con mayor exactitud, en el pendiente debate global sobre misiones de paz). En segundo lugar, el escenario de conflicto es potencialmente mucho más peligroso, globalmente más peligroso, que cualquiera de los anteriores escenarios donde se asentaron efectivos militares uruguayos, y en esa afirmación se incluye además de Congo y Haití, a lugares que resultaron complicados como Kampuchea, Georgia y Ruanda; el sur del Líbano, la separación de fuerzas entre Israel y la guerrilla de Hezbollah, tiene la potencialidad de provocar muchos más muertos de las fuerzas de paz que cualquiera de los otros teatros de guerra y paz en que haya habido presencia uruguaya. En tercer término, el gobierno afronta el riesgo de tener un alto costo político si el número de soldados que retornan muertos es alto, en una dimensión de alto para un país pequeño y alejado de todas las guerras como Uruguay. Y cuarto, no se conoce cuál es el número de víctimas que la sociedad uruguaya en general y los colectivos militares en particular pudieren estar dispuestos a tolerar.

Por otro lado, participar significa para el país ganancias importantes. En primer lugar, la de toda misión militar significativa en el marco de las Naciones Unidas, tanto en lo que representa en renovación de material y armamentos como en experiencia para oficialidad y tropa; no existen ejercicios, maniobras ni operativos que suplan en formación a la presencia efectiva sobre un terreno bélico, posbélico o potencialmente bélico. En segundo lugar, y el más relevante, la importancia que le daría al país su presencia codo a codo con potencias mundiales del calibre de Francia e Italia, y la posibilidad de ser la única fuerza extra europea significativa en la composición de la Fuerza Internacional. Esta importancia no es solamente para la alimentación del ego nacional, sino que se traduce en contactos más significativos y a mayor nivel con dos de los cuatro países de mayor peso en la Unión Europea, todos ellos miembros del G-8, a su vez países muy enraizados en la historia y la sociedad uruguayas.

No es fácil la opción entre los potenciales costos y las potenciales ganancias. Pero en un momento que el país se encuentra en una encrucijada histórica en la búsqueda de su inserción en el mundo, la decisión de participar o no participar en el Líbano debió merecer una consideración más profunda, de todo el sistema político, de todos los formadores de opinión y de la sociedad en su conjunto. Da la impresión que se tomó muy a la ligera y en sordina una decisión de esta trascendencia.