10 Set. 2006

México: el fantasma del fraude

Oscar A. Bottinelli

El Observador

A lo largo de casi todo el siglo XX México tuvo un partido político hegemónico, primero denominado Partido Nacional Revolucionario, luego como Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y desde 1946 como Partido Revolucionario Institucional.

A lo largo de casi todo el siglo XX México tuvo un partido político hegemónico, primero denominado Partido Nacional Revolucionario, luego como Partido de la Revolución Mexicana (PRM) y desde 1946 como Partido Revolucionario Institucional. Por varias décadas controló no solo el gobierno nacional sino la totalidad de los municipios y recién en 1989 perdió por primera vez una gobernación. Existe la percepción que durante largo tiempo sus triunfos electorales fueron auténticos, pero cuando comenzaron a flaquear paulatinamente se apeló al fraude, que llegó a ser generalizado en último tercio de siglo, hasta alcanzar su punto más alto 1988 cuando Carlos Salinas de Gortari fue proclamado presidente mientras el mundo quedó convencido del triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas, fundador del Partido de la Revolución Democrática, hombre del cerno del PRI, hijo del legendario presidente Lázaro Cárdenas, cuya escisión puede considerarse el principio del fin de la hegemonía priista.

Si es difícil pasar de elecciones fraudulentas a elecciones trasparentes, más difícil aún es lograr la confiabilidad en el resultado de las urnas. Siempre el fantasma del fraude va a estar presente. Hacia fines de siglo, México hizo un profundo proceso de reforma política tendiente a constituir una efectiva poliarquía, es decir, un régimen político de los conocidos como democracias liberales, democracias pluralistas o democracias plenamente competitivas. Es que enfrentaba una insostenible inconsistencia entre la modernidad de su economía y la obsolescencia de su estructura política, que terminó mediante un esfuerzo que contó con la decisión política del propio régimen, la presión de la oposición y el apoyo técnico y financiero de las Naciones Unidas. De México y de la ONU se volcaron ingentes recursos, se construyó un Instituto Federal Electoral moderno y eficiente, y en particular se desarrolló una legislación muy refinada en materia de procedimientos y garantías electorales. Uruguay no es ajeno, como que destacados expertos nacionales colaboraron en la tarea. Por eso no es mera casualidad el parecido del régimen mexicano con el uruguayo en una parte considerable del procedimiento de organización de elecciones, registro de votaciones, cómputo de votos, impugnaciones al escrutinio, decisiones y apelaciones sobre votos y mesas observadas.

La última elección mexicana fue tan reñida como parece ser la norma en las últimas elecciones en el mundo. La diferencia porcentual entre Calderón y López Obrador fue más o menos la misma que permitió a Vázquez triunfar en primera vuelta (aunque la diferencia de Vázquez sobre todos los demás contenientes sumados fue muy grande, de cuatro puntos porcentuales). El candidato del PRD y la coalición Por el Bien de Todos cuestionó la elección por dos tipos diferentes de fundamentos: uno por entender que no se cumplieron las reglas de condiciones equilibradas de campaña electoral para todos los candidatos (impugnaciones rechazadas por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y que absorben prácticamente las tres cuartas partes del fallo final); y dos, de inconsistencias en el escrutinio de votos. En general la palabra fraude se aplica sustancialmente a la existencia de manipulaciones técnicas que llevan a que existe una distorsión sustantiva entre los votos emitidos o a emitirse y los votos escrutados, entre otras cosas por distorsión en el recuento de votos (mediante anulaciones ilegítimas, agregados ilegítimos o cambios en los totales). El análisis minucioso del proceso electoral mexicano permite concluir con claridad que la suma de errores (algo mayor que los habituales en Uruguay, pero no demasiados), no fueron producto ni de una conspiración para provocar fraude ni determinaron cambios en el resultado final. La lectura de todas las actuaciones, que son varios cientos de páginas, es concluyente. Entonces ¿por qué la oposición se resiste a la aceptación del resultado?

Por un lado las autoridades electorales cometieron dos graves errores de confiabilidad. Uno fue del Instituto Federal Electoral (encargado de la organización de las elecciones) al realizar por sí y sin resultado un trabajo que por su naturaleza corresponde a privados: la proyección de escrutinio, que en México se llama “conteo rápido”. En Uruguay las proyecciones de escrutinio la realizan institutos privados por cuenta de los canales de TV. Cuando en 1994 la Universidad de la República anunció el triunfo de Tabaré Vázquez (que salió tercero), el yerro afectó al canal y a la institución, que nunca más incursionaron en este terreno. Cuando en 2004 Factum anunció tempranamente y en solitario que Vázquez había sido electo, el riesgo fue por cuenta y riesgo de la consultora y del canal. Cuando la proyección de escrutinio la hace el responsable de organizar las elecciones, como en México, y llega a la conclusión que no puede dar ningún dato, la sombra se yergue sobre la entidad que otorga confiabilidad al proceso electoral. Esta es una primera lección invalorable, especialmente importante para todos quienes hace casi dos años cuestionaron que en Uruguay fuesen los privados quienes adelantasen el resultado de la elección. La lección es que hay que separar plenamente los anuncios con valor comunicacional sujeto a errores por su propia técnica, de los anuncios oficiales con valor jurisdiccional, que deben ser confiables e inapelables.

El segundo yerro estuvo en que el Tribunal Federal actuó en la forma más restringida, aunque lógica, al revisar una muestra de las mesas (casillas) impugnadas, la décima parte. Procesalmente fue correcto, pero no se atuvo a la máxima que ante la duda conviene dar las señales de mayor trasparencia; lección que en Uruguay a veces no tuvo presente la Corte Electoral y otras, ante denuncias administrativas y no electorales, no tuvieron autoridades nacionales o municipales. La desconfianza requiere que se la despeje contraponiendo la mayor trasparencia.

Pero sustancialmente, el problema de fondo es de carácter cultural: la confiabilidad en las elecciones requiere no solamente de procedimientos precisos y trasparentes, sino además de una cultura ciudadana (de elites y de pueblo) de plena confiabilidad en las elecciones, en sus procesos y sus resultados. Quizás esto explique por qué en México los derrotados todavía hoy no aceptan el resultado, y en Uruguay los perdedores lo aceptaron a tan solo dos horas de cerradas las urnas, ante la simple proyección de escrutinio de dos consultoras privadas.