15 Abr. 2007

Los ladrones que nos roban

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Sucedió en la Plaza Bolívar de La Candelaria, el centro histórico de Bogotá, la capital de Colombia. Allí están, además de la Catedral, la Nunciatura y la Alcaldía, la sede del Congreso, de ambas ramas legislativas.

Sucedió en la Plaza Bolívar de La Candelaria, el centro histórico de Bogotá, la capital de Colombia. Allí están, además de la Catedral, la Nunciatura y la Alcaldía, la sede del Congreso, de ambas ramas legislativas. Al pasar frente a la fachada del Senado, una señora de mediana edad dijo a su hijo: “Aquí están los ladrones que nos roban”. Esta imagen pudo darse en el mismo momento en múltiples partes de América y del mundo, y sin duda se dio en muchos momentos de muchos lugares.

Para que exista esta imagen tienen que haber sedimentado capas y capas de denuncias, de escándalos, de acusaciones, de rumores, de chismes. Ciertos unos, falsos otros. Pero lo más importante, más allá de la certeza o falsedad de las versiones, deben ser creíbles para la gente. Una vez que un rumor obtuvo credibilidad, esa pasa a ser la realidad, con absoluta independencia de la otra realidad, la de los hechos. Y esta nueva realidad virtual o realidad real es sobre la que opera la gente a la hora de emitir juicios y opiniones, a la hora de valorar instituciones y representatividades.

En esta tierra desde hace un buen tiempo se sedimentó esa imagen, creída por buena parte de la población y especialmente por los militares, que se sintieron llamados – entre otros temas, subversión incluida – a ser los custodios morales de la nación y a efectuar una intervención quirúrgica para limpiar la política y los partidos de los políticos corruptos. Imágenes sedimentadas por capas y capas de denuncias parlamentarias y periodísticas, alimentadas por los dirigentes políticos y los comunicadores políticos. En menos de una década volvió esa política y esos partidos con los mismos políticos, ahora libres de culpa y pena, re-valorados por la población, entre otras cosas porque los militares no pudieron encontrar ni demostrar ni el mar de corrupción que esperaban ni tampoco demasiadas gotas sueltas. A poco de restaurada las instituciones democráticas, fuera de todo peligro de retorno hacia ese paréntesis autoritario, el pueblo oriental y su dirigencia política comenzaron a ser víctimas de una amnesis, de olvidar lo que había ocurrido.

Así fue como dirigentes colorados emprendieron la descalificación de dirigentes blancos. Y dirigentes blancos buscaron descalificar a dirigentes colorados. Pero a su vez dirigentes colorados jugaron a la descalificación de otros dirigentes colorados. Y dirigentes blancos también jugaron a lo mismo, a la descalificación de otros dirigentes de su mismo partido. En todo ello la izquierda puso su voluntarioso granito de arena, en todas y cada una de las acusaciones, denuncias o rumores. La ciudadanía creyó a todos los descalificadores. El resultado es la descalificación ética de buena parte de los dirigentes de los partidos tradicionales. Ahora la izquierda trata de completar el ciclo, buscar su victoria definitiva, con la descalificación final de dirigentes y administradores blancos y colorados. Pero ahora – esto es lo nuevo - recibe como réplica la descalificación de blancos y colorados contra sus administradores y dirigentes.

Desde hace una década larga las dirigencias políticas han elegido al sistema judicial como la cancha para jugar al ping-pong de estas acusaciones y contra acusaciones, lo que supone que el sistema político se confiesa incapaz de poder dirimir sus diferencias en el terreno y dentro de las reglas del propio juego político. Y ahora, después de una pausa, se vuelve con feroz intensidad a convocar al sistema judicial a ser el árbitro de la ética del sistema político.

Con ello se tienta a magistrados judiciales y magistrados del Ministerio Público a sentir la misma tentación que tuvieron hace tres décadas y medias los oficiales militares, la de sentirse los custodios morales de la nación. Todo custodio moral pone por delante el cumplimiento de su objetivo ético, sagrado, que deviene en misión ante la historia, de sanear un país; y cuando se cumple una misión de tal naturaleza es necesario buscar los instrumentos para el imprescindible cumplimiento del objetivo, porque siempre en algún lugar hay alguna herramienta perdida a la que se puede recurrir. En el tiempo militar uno de esos instrumentos fue procesar y condenar por “ataque a la fuerza moral de las Fuerzas Armadas”, es decir, si no hay nada concreto pero existe la convicción moral de la necesidad de la limpieza, allí está ese artículo para cumplir la misión. Y se aplicó reiteradamente. Ahora, en el tiempo judicial civil, se le llama “abuso innominado de funciones”, es decir, la existencia de un abuso que nadie puede saber cuál es ni cuando se comete, porque precisamente no está nominado ni precisado.

La izquierda hoy puede tener éxito en crear la demostración última y definitiva de cuán corrupto son los blancos y colorados, como forma de concretar un apoyo prevalente de la ciudadanía. No es claro si hay una evaluación precisa de con qué fuegos se está jugando y cuán pírrica podría llegar a ser esa victoria. Para que la victoria no sea pírrica necesita que el sistema judicial sostenga que lo que no es sancto en Florida sea sancto en Maldonado, o lo que no fue sancto ayer lo sea hoy, en las mismas circunstancias y parecidos lugares. Y necesita además que los custodios morales no se sientan por encima de los denunciantes. Pero si la vara de medir es la misma o los custodios se sienten por encima de todos los custodiados, entonces la victoria puede devenir pírrica.

Siempre hay que salir de la comarca y mirar al mundo, bucear en el mundo de hoy o en las lecciones de la historia. Lo uno y lo otro enseñan que ningún sistema político resultó indemne cuando buscó resolver sus diferencias fuera de sí mismo o cuando confió en otras instituciones la calidad de custodios morales de la nación o de la sociedad. La historia enseñanza que a la larga nunca hubo ganadores políticos entre los políticos que como parte del juego político golpearon las puertas de los cuarteles o las puertas de los tribunales. Porque los dueños de casa, de las casas cuyas puertas se golpean, cuando se convencen que son los custodios morales, sienten que todos los que golpean esas puertas son culpables por igual, y que su misión es de aquéllas que de tanto en tanto se otorga a unos pocos elegidos.