29 Abr. 2007

El agigantamiento del presidente

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Al despuntar el siglo XX y concluir el Uruguay de las guerras civiles pasa a ser un tema central de debate el sistema de gobierno y, en particular, la figura todopoderosa del presidente de la República según el modelo de la Constitución de 1830[...]

Al despuntar el siglo XX y concluir el Uruguay de las guerras civiles pasa a ser un tema central de debate el sistema de gobierno y, en particular, la figura todopoderosa del presidente de la República según el modelo de la Constitución de 1830. De este debate, donde aparecen las soluciones de un Poder Ejecutivo pluripersonal (el colegiado), de un presidencialismo atenuado o de un régimen parlamentario, devendrá la Constitución de 1918 (1918-1933), la cual en un caso único en los sistemas modernos, divide el gobierno en dos órganos de igual jerarquía, con división de competencias: el Presidente de la República por un lado y el Consejo Nacional de Administración por otro; se registra entonces el menor poder de un presidente de la República en esta tierra. La mayor despersonalización del poder se dio durante la Constitución de 1952 (1952-1967), cuando no existió la figura del Presidente de la República, sino que el gobierno y la jefatura de Estado fue ejercida por un Consejo Nacional de Gobierno de nueve miembros (el llamado colegiado integral, el modelo suizo imaginado por José Batlle y Ordóñez).

De aquel presidente con competencias reducidas y que además compartía el Poder Ejecutivo hasta el actual presidente, media un largo trayecto de constante reforzamiento de la figura presidencial, con un paréntesis en sentido inverso, la mencionada reforma de 1952, que suprimió por 15 años la figura presidencial. Si se obvia ese paréntesis, cada reforma desde 1934 hasta 1996 no hizo otra cosa que agigantar la figura presidencial, agigantamiento al que solo falta el empujón de la reelección inmediata, para que el país se encuentre en el extremo opuesto de las concepciones despersonalizadas del poder y llegue a una de las concepciones más personalizadas de la historia nacional. Parafraseando a un colega, se va dibujando con claridad el bisnieto de la figura presidencial de 1830, que no fue otra cosa que la constitucionalización del caudillismo y la republicanización de las viejas monarquías gobernantes.

En la Constitución de 1918 las competencias presidenciales quedaban limitadas al manejo de las relaciones exteriores, la Defensa Nacional, la seguridad pública y demás atribuciones del Ministerio del Interior. Y punto. Todo lo que hace a la función normal de gobernar (de “administrar”, en el lenguaje de dicha constitución) quedaban reservadas al Consejo Nacional: la hacienda pública, el fomento de la industria, el comercio, la energía, la minería, la ganadería, la agricultura, los transportes, las obras públicas, la educación pública, la salud pública, las políticas sociales.

Esa figura presidencial terminó de una forma que ahora se denomina autogolpe. El presidente disolvió las demás instituciones políticas, convocó a elecciones de una Convención Nacional Constituyente y, plebiscito mediante, parió la Carta Magna de 1934. El presidente devino en jefe de Estado y jefe de Gobierno único, sin compartir con ningún otro consulado uni o pluripersonal. Pero su poder quedó limitado por la obligación de gobernar con un Consejo de Ministros, un tercio del cual debía necesariamente pertenecer al segundo partido; Consejo en el cual cualquier ministro podía libremente plantear cualquier tema de competencia del Poder Ejecutivo, donde las resoluciones se tomaban a mayoría de votos y el cual requería preceptivamente respaldo parlamentario. La semi parlamentarización alcanzó al extremo de que en caso de censura ministerial por parte del Parlamento, disolución de las Cámaras por el presidente y elección de nuevas Cámaras, si éstas ratificaban la censura, caía el presidente de la República. La reforma de 1942 a su vez eliminó la presencia obligatoria del segundo partido en el gabinete.

Luego del paréntesis colegiado, el restablecimiento de la figura presidencial se hace en la Constitución de 1967 con varios aditamentos: se incrementa sustancialmente la iniciativa privativa del Poder Ejecutivo en materia legislativa, en cuanto a salarios mínimos, precios máximos, seguridad social; se establece el mecanismo de leyes de urgencia y bajo este instituto la sanción ficta de los leyes transcurrido un plazo perentorio sin pronunciamiento de una o ambas Cámaras; se elimina la caída del presidente en caso de mantenimiento de la censura parlamentaria luego de nuevas elecciones legislativas complementarias (vale decir, el presidente puede recurrir a la disolución de las Cámaras sin riesgo alguno para su permanencia).

A su vez, la reforma de 1997 estableció la posibilidad de remover los directorios de entes autónomos por falta de respaldo parlamentario del presidente y eleva las exigencias para el levantamiento de los vetos, que ahora requiere necesariamente el concurso de los tres quintos de los miembros de la Cámara de Senadores (antes requería los tres quintos de la Asamblea General, mayoría que podía formarse sin que hubiese tres quintos de senadores).

Pero lo más significativo en agigantamiento de la figura fue el cambio en el procedimiento de elección. En lo cual hay cuatro elementos a señalar. En primer lugar, la eliminación del doble voto simultáneo, que por ese hecho disminuyó el papel simbólico de los partidos e incrementó el papel del candidato presidencial, de la persona física en detrimento de la institución. En segundo lugar, la instauración de las mal llamadas “elecciones internas”, en rigor de las elecciones preliminares, que supuso centrar la atención ciudadana hacia las personas, los candidatos, los aspirantes a la primera magistratura, en una devaluación de las elecciones parlamentarias. En tercer término el balotaje significó el centrar el eje de todas las elecciones en la elección del presidente de la República, quien además accede al cargo por decisión – matemáticamente forzada, pero decisión al fin – de la mayoría absoluta de los votantes; así, desde el año 2000 se tiene un presidente de la República que puede invocar por sí solo una legitimidad al menos igual que la que logra la mayoría absoluta de cada una de las dos cámaras. En cuarto lugar, la eliminación de los lemas en el balotaje, la elección de personas sin partidos, según la ley (inconstitucional) reglamentaria de las elecciones.La combinación de estos cuatro elementos deviene necesariamente en una fuerte potenciación de la figura presidencial, más allá de los textos jurídicos.

Esta es la fría enumeración del proceso, en que con o sin ese propósito explícito, las dirigencias políticas fueron caminando hacia este agigantamiento de la figura presidencial. La reelección inmediata sería un paso más en esa misma dirección. Ocurre que para los defensores de lo uno y de lo otro, del largo proceso de personalización y de la reelección inmediata, lo que está en juego es la gobernanza, la eficacia del gobierno. Para otros, en cambio, lo que marca este proceso es una devaluación de la democracia. Son los dos puntos de vista en juego en este debate.