29 Jul. 2007

Entre democracia y tecnocracia

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Democracia es una palabra lo suficientemente vaga y confusa como para que cada uno le de el significado que mejor le parezca, y lo suficientemente prestigiosa como para que lo que se califique de democrático resulte virtuoso y lo que se califique de no democrático resulto pecaminoso

Democracia es una palabra lo suficientemente vaga y confusa como para que cada uno le de el significado que mejor le parezca, y lo suficientemente prestigiosa como para que lo que se califique de democrático resulte virtuoso y lo que se califique de no democrático resulto pecaminoso. A efectos prácticos del análisis, vale utilizar democracia como sinónimo de poliarquía, más simplificadamente de democracia representativa. Es decir, un sistema donde un conjunto de personas (demos, ciudadanía, electorado) elige a un conjunto más reducido de personas para que en su representación ejerzan las tareas de gobierno del conjunto mayor (la sociedad), gobierno en el sentido de dictar las normas y de ejecutarlas, de administrar el país. Si la cosa es más o menos así, quiere decir que todo lo referente a legislar, administrar o gobernar es ejercido por los representantes de la ciudadanía/electorado/demos, o por cuerpos derivados de los cuerpos electivos (designados por, elegidos en segundo grado). Queda fuera pues de esta pirámide representacional las funciones que puede llamarse de aplicación de normas a casos concretos, que son en principio las funciones jurisdiccionales o administrativas normales, donde no se toman opciones socio-políticas, sino que se hace un ejercicio científico de aplicar las normas existentes.

Sin embargo, en el debate político presente pueden encontrarse cuestionamientos a esa primacía del demos en la adopción de decisiones significativas para la sociedad, ya fuere en el debate público o en el debate silencioso, el que emerge de la sucesión de hechos. Para bajar un poco a tierra, conviene centrarse en dos casos concretos en que esa primacía de la representación es cuestionada: la autonomización del Banco Central y la creación de derecho por parte del Poder Judicial.

En el primer caso, debate explícito, se parte del supuesto de que es una tarea estrictamente técnica la regulación monetaria (para citar una de las competencias bancocentralista) o la paridad de la moneda nacional frente a determinadas divisas de referencia, es decir, que no son decisiones de tipo político, y por ende que deben ser adoptadas por un organismo autónomo del poder político. Sin embargo, la historia demuestra que no hay una verdad revelada ni en materia de emisión monetaria, ni de inflación, ni de paridad cambiaria; al respecto no están las Tablas de Moisés. En cada momento y en cada territorio, en cada aquí y en cada ahora, ha prevalecido una tesis sobre otra, a favor o en contra de la inflación, del equilibrio o el desequilibrio fiscal, de la cotización de la moneda como palanca económica o como estricto juego del mercado. Son decisiones políticas acordes a un pensamiento político expresado en términos económicos. Como ocurre muchas veces, a las opciones políticas se les puede otorgar validez científica, como las leyes del materialismo dialéctico o la cientificidad del equilibrio macroeconómico. Pero hasta tanto no haya consenso de la comunidad científica, que en definitiva es lo que determina que algo sea o no sea ciencia, deben ser consideradas opciones políticas, ideológicas o filosóficas.

En tanto opciones políticas, en una sociedad democrática (en la definición dada) es al pueblo, a la ciudadanía, a quien corresponde efectuar esas opciones, ya sea por sí o a través de sus representantes elegidos, o a los cuerpos político-técnicos designados por los representantes elegidos. Así es como son las cosas ahora con los temas de referencia y con el Banco Central en particular. Optar por la autonomía plena del Banco Central, separado del poder político, significa que alguien en algún lugar fija para siempre (el siempre es un largo periodo hasta que alguien dice que se acabo) la verdad en cuanto a leyes económicas y verdades reveladas. O si no las fija, considera que hay un grupo de sabios que son capaces de tomar las mejores decisiones para la sociedad, sin que esta sociedad intervenga. Sin duda es una tesis muy válida y defendible, pero lo que debe quedar claro que no está en relación al concepto democrático en el sentido vulgar del término, como emanado de las decisiones populares. Es una forma de aristocracia (de gobierno de los mejores, de los más capaces), que modernamente se puede llamar de cientificocracia o de tecnocracia.

El segundo ejemplo en la misma dirección se da cuando el Poder Judicial, a título de llenar lagunas del Derecho, lo que hace es crear derecho. Dicho más sencillamente, legislar por la vía formal de la creación de jurisprudencia. Un buen día a la magistratura se le ocurrió extender determinadas obligaciones y derechos económicos del matrimonio, a ciertas formas de concubinato: y creó así la figura de los bienes gananciales emergentes de una relación concubinaria. Lo cual puede ser muy justo, acorde a los cambios de la sociedad y quizás en sintonía con la opinión de la mayoría de la gente (según la infalible medición del olfatímetro, o a veces de las más falibles aunque un poco más científicas encuestas). El problema, en relación al tema de este análisis, es que un cambio de esa naturaleza, la creación de normas, la definición de opciones políticas, en un régimen democrático representativo solo cabe al Cuerpo Electoral per se o a través de sus representantes. Otra vez aparece la traslación de la decisión ciudadana a un cuerpo de sabios, de exegetas de la evolución de la sociedad e intérpretes de a dónde debe ir esa sociedad. Y como se dijo más arriba, es una concepción aristocrática, cientificocrática, sabiocrática o tecnocrática.

Ocurre que vale la pena reflexionar. Cada vez que se defiende o se ataca lo uno o lo otro, se hace porque se está de acuerdo o en desacuerdo con lo que van a hacer estos expertos. Lo que se trata es de analizar cuánto se corresponde con los ideales democráticos representativos y cuánto no. Y además discutir, por qué no, si en definitiva siempre hay cabida para opiniones divergentes, si la democracia representativa debe valer como base de la sociedad, o debe estar limitada en algunos campos, donde se encuentren sabios cuya opinión valga por encima del conjunto de los mortales. Pero vale la pena intentar empezar los debates por el principio, y parecería que el principio anda por aquí.