18 Nov. 2007

Entre lo político y lo judicial

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Hace poco más de una decena de años que el sistema político exhibe su impotencia para resolver por sí solo los conflictos políticos. En toda sociedad moderna, libre, plural y pluripartidista, en una poliarquía en suma, el sistema político debe afrontar el conflicto, no como una patología, sino como una razón de ser[...]

Hace poco más de una decena de años que el sistema político exhibe su impotencia para resolver por sí solo los conflictos políticos. En toda sociedad moderna, libre, plural y pluripartidista, en una poliarquía en suma, el sistema político debe afrontar el conflicto, no como una patología, sino como una razón de ser. El sistema político en un régimen poliarquico es el reflejo de la sociedad y una sociedad moderna es generalmente una sociedad con altos niveles de diversidad; aún una sociedad muy homogénea social y culturalmente es una sociedad a cuyo interior hay concepciones diferentes sobre la familia, la pareja, la relación de padres e hijos, la sexualidad (en el eje liberalismo-conservatismo), la orientación sexual, el papel del Estado y del mercado; los valores de la competencia, la equidad, la protección social, la iniciativa individual. Hay pues siempre alguna diversidad – por mínima que fuere – de valores y de cultura. Esa diversidad supone conflicto, contraposición, y es función del sistema político expresar esa diversidad y resolver ese conflicto, mediante reglas pre-establecidas; reglas que en un caso son formales (jurídicas) y en otro caso consuetudinarias. Por tanto no es patológico el conflicto en el sistema político, sino que es connatural a la sociedad y la función del sistema político es resolverlo.

Cuando el sistema político es incapaz de resolver el conflicto, o una parte significativa de ellos, ahí aparece una patología, una falencia del sistema, que no cumple a cabalidad su papel. En épocas anteriores, en algunas sociedades, la falencia del sistema político implicó derivar la resolución de los conflictos, el arbitraje en la sociedad, hacia las fuerzas armadas; como se dice vulgarmente: “se golpeó las puertas de los cuarteles”. Modernamente se busca que el arbitraje del conflicto político lo haga el sistema judicial, mediante la judicialización del conflicto político; todo asunto en lugar de dirimirse al interior del sistema político se externaliza y deriva al sistema judicial, con lo que para seguir con el mismo decir, “se golpea las puertas de los tribunales”.

Cuando se golpea las puertas de los cuarteles o de los tribunales, muchas veces (inicialmente a veces todos) lo hacen por impotencia, Más tarde o más temprano algunos lo hacen por estrategia para provocar un golpe de Estado; un golpe con toda la barba, con tanques y marchas militares, o en la sutileza moderna – como en la Italia de hace tres lustros – un golpe de Estado sin el remarcar de las botas, un golpe judiciario, sin uniformes verdes sino togas, revestido de lo augusto de la magistratura.

Cuando se golpean puertas ajenas, se hace sentir a esos ajenos que son muy importantes, que constituyen la reserva moral de la Nación. Spengler decía que cuando la civilización está en peligro, en el último minuto es salvada por un pelotón de soldados. La paráfrasis con la que han soñado o sueñan muchos jueces (de muchos lados, aquí inclusive), es que en ese último minuto el que salva la civilización es un puñado de magistrados.

En Uruguay se dan muchos síntomas de que en la magistratura – ya fuere la judicial o el ministerio público – hay bichitos de sentir su rol menos gris que lo diseñado por los arquitectos de la institucionalidad uruguaya. Cabe recordar, porque se olvida, cuál es el rol asignado a los jueces y fiscales: un papel estricto de aplicadores del derecho positivo, de interpretación de las normas acorde a los criterios hermenéuticos en parte reglados por el Código Civil y en parte señalados por la jurisprudencia y la doctrina, en síntesis: el papel gris y silencioso de decir el derecho, el papel esencial para el funcionamiento normal de la sociedad, de que alguien diga el derecho más allá de todo cuestionamiento ético o político. Para reforzar ese papel, la constitución dispone que los magistrados judiciales ”deberán abstenerse (…) de formar parte de comisiones o clubes políticos, de suscribir manifiestos de Partido, autorizar el uso de su nombre y, en general, ejecutar cualquier otro acto público o privado de carácter político, salvo el voto”. La contravención a esto es un delito punible con pena de destitución e inhabilitación de dos a diez años para ocupar cualquier empleo público, juzgable por la Corte Electoral ante denuncia de cualquiera de las cámaras legislativas, el Poder Ejecutivo o las autoridades nacionales de los partidos. Así de simple y de tajante: no pueden ejecutar ningún acto público o privado de carácter político, salvo el voto.

La forma más elemental para cumplir este papel, guardado durante décadas y décadas por los magistrados, es la discreción. Nada más acorde a ese papel de grisura y recato que el silencio. Un silencio necesario, porque en definitiva el juez habla una sola vez, cuando decide, cuando falla y sentencia; y ese hablar en el recato de un aula judicial o vertido en una hoja de papel, constituye la majestad de la judicatura y la función judicial.

Sin embargo, el proceso político de la judicatura marca otros caminos, algunos de ellos no muy novedosos (en cuanto que tienen varios lustros de práctica) y otros crecientes en los últimos tiempos. Al respecto cabe considerar: creciente presencia en los medios de comunicación (con generación de noticias y vertido de opiniones, muchas de ellas esencialmente políticas), polémicas de la Asociación de Magistrados con gobernantes, ministros o dirigentes políticos, es decir, polémicas políticas con políticos; polémicas de la Suprema Corte de Justicia con el poder político; consideraciones políticas de los magistrados vertidas en sentencias o decisiones; indagaciones políticas de los magistrados (particularmente en los años noventa). A lo que habría que agregar que cuando los magistrados escriben en sus sentencias que alguien no cometió delito pero sí una evidente falta de ética, se arrogan un derecho ajeno a la función: juzgar la ética no contenida en el derecho, lo que revela el sentirse jueces de la moral pública, no sentirse exclusivamente administradores del derecho. Más aún, cuando a pretexto de la integración del derecho se crean normas jurídicas por vía de jurisprudencia, se sustituye el papel del legislador y por ende el del Cuerpo Electoral.

Vale la pena señalar la existencia del fenómeno, que como tal es un fenómeno político. Y una vez más vale la pena remarcar que el sistema político sin darse cuenta continúa empujando este camino, abandonando la lucha política por el reclamo judicial, exhibiendo el no poder resolver los conflictos políticos dentro de los continentes y procedimientos del juego político. Y en esto, que tire la primera piedra el que esté libre de culpa.