12 May. 2008

Los gastos comunes de la ciudad

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Mariano Arana como intendente de Montevideo intentó educar a los ciudadanos de su departamento en la cultura del pago de impuestos y para ello creó la imagen de los “gastos comunes de la ciudad”, a semejanza de los gastos comunes que paga todo condominio, desde edificios de propiedad horizontal a cooperativas de ayuda mutua. Puede decirse que fracasó[...]

Mariano Arana como intendente de Montevideo intentó educar a los ciudadanos de su departamento en la cultura del pago de impuestos y para ello creó la imagen de los “gastos comunes de la ciudad”, a semejanza de los gastos comunes que paga todo condominio, desde edificios de propiedad horizontal a cooperativas de ayuda mutua. Puede decirse que fracasó. No logró ninguna simpatía por el pago de impuestos. Lo que no es nada nuevo ni en Uruguay ni en el mundo. Por algo –sabia prudencia– en este país no se puede imponer recurso de referéndum contra las normas tributarias, ni en lo nacional ni en lo departamental. Este gobierno nacional y el partido gobernante vieron la caída de sus respectivas apoyaturas ciudadanas por el rechazo provocado en vastos sectores cuando impusieron una reforma tributaria que afectó los ingresos de los sectores medios. Hasta ahora de nada ha servido ni el halago ni el destrato a los empecinados refractarios, al convocarlos a dar algo de sí para ayudar al prójimo o estigmatizarlos por no querer hacerlo.

Hay gente más egoísta y gente más generosa, personas más avaras y personas más derrochonas. Pero en materia de impuestos es difícil encontrar diferencias: casi todas pertenecen al grupo de los refractarios. La pregunta es: entonces en materia tributaria ¿todos se vuelven avaros y egoístas? ¿pasa lo mismo con los gastos comunes de su condominio? Y si la conducta no es la misma ¿dónde está la diferencia? ¿y por qué? ¿Por qué fracasó Mariano Arana en la intención de educar a la gente en el pago de impuestos para solventar los gastos de la ciudad?

La primera diferencia tiene que ver con el proceso de decisión en la adopción de los gastos. En un edificio, en una cooperativa, normalmente el monto del gasto a pagar por cada uno de los contribuyentes es consecuencia del debate y la decisión colectiva de los condóminos. La segunda diferencia tiene que ver con que el monto de los gastos se adopta en forma paralela a la resolución sobre el destino de los gastos. En otras palabras, los copropietarios, condóminos o consocios optan entre pagar más gastos comunes y tener más calefacción, o entre pasar más frío y pagar menos. O pintar la fachada –y pagar ese gasto– o ahorrar el dinero y seguir con la fachada afeada. O tener una vigilancia de veinticuatro horas con el consiguiente aumento del gasto, o correr más riesgo a cambio de una alícuota menor. Y además puede, lo que no es menor, contratar más gente o contratar menos, inclusive resolver reducir personal o suprimir al único empleado que se tiene. Puede contratar gente con mayor salario o con menor salario, con la mínima obligación de cumplir los laudos, las contribuciones sociales y las condiciones laborales. Es decir, en todo momento ese condómino tiene ante sí la decisión que tiene todo individuo con su propio presupuesto: tengo esto y pago, o ahorro y no lo tengo; o tengo de mayor calidad (y pago más) o de menor calidad (y ahorro más).

Lo que se ha dicho hasta ahora es de Perogrullo. Pero a veces lo de Perogrullo es lo que los gobernantes olvidan. Nada de lo anterior se hace en un gobierno. Ni aún en un presupuesto participativo. Por ejemplo, en la pasada consulta efectuada por la Intendencia Municipal de Montevideo a los vecinos, en el marco del denominado “Presupuesto participativo”, se pidió a los vecinos que optasen por determinado conjunto de obras o servicios. Pero hubo dos tipos de pregunta ausentes. No se preguntó cuánto estaban dispuestos a pagar de impuestos, si lo mismo que entonces, algo más o algo menos. Tampoco se preguntó qué conformidad tenían con la cantidad de funcionarios empleados para cumplir con los servicios municipales ni qué conformidad con los salarios y demás beneficios que se les otorgan. En otras palabras, lo que fue participativo fue con qué se decoraba el postre. Pero qué había en la comida, cómo se cocinaba, quiénes lo hacían, cuánto se les pagaba y cuánto debía abonar cada comensal, nada de eso fue participativo.

En realidad no está nada mal que eso no se consulte a los ciudadanos, ya que es lo que ocurre en la abrumadora mayoría –uno diría que en la casi totalidad de los casos– a nivel de los estados, las regiones, las provincias y las ciudades. Lo que ocurre es que los presupuestos no son participativos, como no lo es ni el presupuesto de Montevideo, ni el de Canelones, ni el de San José, ni el de la República Oriental del Uruguay. Lo que en principio puede estar bien, como que la democracia representativa se basa en la elección de representantes y en que éstos hagan las leyes, formen los presupuestos y determinen los impuestos. Y además, se atengan a las consecuencias de lo que hacen.

Puede haber otros modelos, por ejemplo de democracia participativa, como algunos pregonan. E incluso puede haber mayores avances en democracia plebiscitaria, mediante la consulta a la ciudadanía del gasto y su cobertura, vale decir, de la obra y el impuesto. ¿Ud. quiere que se haga esta obra y para ello está dispuesto a pagar XX pesos, o no? Pero por ahora eso está bastante lejos de expandirse por el mundo, salvo a nivel de poblaciones pequeñas.

Entonces, vale la pena sintetizar que con los gastos comunes los vecinos se comprometen a una contribución para solventar un conjunto de gastos y de obras, o para la contratación de determinado personal a determinada retribución y con determinadas obligaciones. Eso no pasa con los impuestos. Y eso es lo que hace que no sean bien recibidos. Cuando a alguien se le quitan dineros en forma de impuestos directos (los más visibles y por eso los más odiados), quien quita puede pretender su aceptación porque invoca que con ello se paga el Plan de Equidad o la educación de los niños, pero quien da puede sentir que lo que paga es al funcionario público que lo destrata en el mostrador, a la Policía que no le encuentra lo robado ni le evita el robo, o la compra de papeles para soportar los papeleos innecesarios que le exigen.

Parecería que el camino del oficialismo por pretender culpabilizar a la gente por enojarse con el nuevo impuesto directo supone hablar en un lenguaje diferente al lenguaje que usa la gente para pensar el tema de los impuestos y los gastos públicos.