18 May. 2008

Entre la libertad y el honor

Oscar A. Bottinelli

El Observador

La libertad de expresión de pensamiento, la libertad de informar, el derecho de la gente a la mejor y libre información, la libertad de prensa son un conjunto de derechos que muchas veces entran en tensión con otro conjunto de derechos, como el derecho a la protección del honor o el derecho a la privacidad.

La libertad de expresión de pensamiento, la libertad de informar, el derecho de la gente a la mejor y libre información, la libertad de prensa son un conjunto de derechos que muchas veces entran en tensión con otro conjunto de derechos, como el derecho a la protección del honor o el derecho a la privacidad.

Por un lado las sociedades modernas y libres reclaman recibir la mayor información posible, cuya calidad, veracidad y punto de vista corresponderá valor a cada uno. Por otro lado en sociedades libres la gente en general reclama el derecho a expresar su pensamiento, sus ideas. Quienes consideran que algo debe ser conocido por otros, o por un importante conjunto social, o por la sociedad toda, sienten la necesidad y el derecho de dar esa información.

Por otro lado, la información puede afectar la privacidad de las personas, lo que es frecuente en actores de la vida pública en países donde la exhibición de la vida privada de esos actores públicos para a ser un gran elemento de consumo masivo. Aquí entra una tensión entre el derecho a la privacidad por un lado y el derecho a informar sobre quienes por su actividad son actores públicos. Esta discusión es muy vasta y compleja, que en lo político lleva a dos tesis opuestas: la que prevalece en Estados Unidos, donde se considera que todos los actos privados e íntimos de los actores políticos deben ser necesariamente conocidos por la gente, especialmente en su calidad de ciudadanos y de electores; y la tesis que predomina en Uruguay, según la cual hay una frontera invisible, difícil de establecer con precisión, pero extremadamente fuerte entre lo público y lo privado, entre el derecho a informar de todo lo que hagan y digan los actores públicos en su vida pública, y la reserva de todo lo que los mismos hagan en su esfera íntima. Aquí hay una gran tensión, difícil de resolver, porque cuando se opta por la tesis separatoria, surgen fuertes demandas de conocer lo que pasa en la vida privada de los actores públicos, a veces por simple curiosidad y otros por entender que lo que un político hace con su vida privada es un elemento que debe ser conocido y valorado por los electores. Cuando se opta por la tesis opuesta, el actor político es sometido a vivir en una pecera, se le priva de vida privada, todos sus actos, gustos y palabras son sometidos al escrutinio público, y se cae facilmente en la banalización de la política, en discutir una gestión presidencial en función de si practicó relaciones sexuales o no en su despacho, y no en como conduce la economía, las políticas sociales o la política exterior. Pero en el caso de los actores políticos, hay una distinción importante entre los actos que realicen en su calidad de particulares (por ejemplo, las relaciones familiares) y las que realicen en su calidad de actor público, o en ejercicio de la correspondiente investidura o en uso de su autoridad; y aquí cabe la posibilidad de una frontera diferente, de una tesis distinta.

Hay otra tensión con el derecho al honor, que puede quedar asociado al derecho a la privacidad, pero no necesariamente atado a él. El honor de una persona queda afectada cuando se revelan actos cometidos en la función pública de un actor público, conocidos tan solo por los protagonistas y algún que otro allegado (por eso es que se habla de revelar, de dar a luz). Aquí viene otra tensión ¿qué es lo que debe prevalecer? ¿debe prevalecer el honor o debe prevalecer su calidad de actor público y la necesidad del público en una sociedad democrático de conocer todos los actos que realicen los actores públicos en su calidad de tales? Porque no es lo mismo divulgar una controversia familiar de un actor público, que divulgar que un actor público - en su calidad de tal y en función de su autoridad y su investidura - agarró a patadas a un dependiente o a alguien sujeto a su autoridad. Un ciudadano en democracia necesidad estar informado de todo lo que desee estarlo en relación a los actos de los actores públicos. Entonces aparece una fuerte tensión entre el derecho al honor y la calidad de la democracia. La protección del honor puede ir en detrimento de la democracia, pues el delito de difamación, o la acción civil por difamación, pueden ser mordazas a la libre expresión del pensamiento, pueden devenir en cortapisas a debatir hechos significativos para la toma de decisión de los ciudadanos.

La cosa se agrava si el derecho al honor se antepone en relación a hechos cuya investigación está prohibida por la Ley de Caducidad. Es una norma cuyo espíritu fue dejar atrás el pasado, no revolver en ese pasado y caminar hacia el futuro (con toda la injusticia que supone este camino, que las sociedades adoptan por considerarlo una necesidad histórica). Pero más allá que se coincida o no con la oportunidad de esa norma, lo que aparece como un gran absurdo es que la misma tutele el secreto de hechos aberrantes, difíciles de probar por la imposibilidad de una investigación oficial, y que su divulgación suponga caer en el delito de difamación. Una sociedad no tolera que los partícipes de una dictadura queden protegidos por el secreto de sus actos de lesa humanidad y las víctimas puedan ser perseguidas si divulgan esos actos. Aquí hay una lógica perversa, que no aparece amparada por la Ley de Caducidad.

Parece llegada la hora que la sociedad uruguaya discuta – sin mezclarla con las otras discusiones del pasado, sin contaminarlas sobre la conveniencia o inconveniencia de mantener, aplicar o anular la Ley de Caducidad – si es posible caminar en democracia mientras los delitos de lesa humanidad no puedan ser investigados que pero la divulgación de dichos actos pueda constituir difamación. Y más allá de ese tipo de actos, si los actos de los actores públicos no puedan ser divulgados – sin tener pruebas fehacientes – por miedo a incurrir en difamación. Si en un debate político solo se puede debatir lo absolutamente probable y probado, el debate político queda sustancialmente costreñido, y con él queda limitada la propia democracia. Es un debate que la sociedad se debe y con mucha urgencia.