03 Ago. 2008

La mutabilidad de las reglas de juego

Oscar A. Bottinelli

El Observador

En las democracias consolidadazas, uno de los elementos que coadyuvan a esa consolidación es la estabilidad y la consensualidad de las reglas de juego. Por un lado el ejercicio del gobierno y el desarrollo de la legislación normal corren al compás de las mayorías, sin perjuicio de la generación de políticas de Estado, ya fuere en la acepción de políticas de continuidad ya lo fuere en la de políticas consensuadas[...]

En las democracias consolidadazas, uno de los elementos que coadyuvan a esa consolidación es la estabilidad y la consensualidad de las reglas de juego. Por un lado el ejercicio del gobierno y el desarrollo de la legislación normal corren al compás de las mayorías, sin perjuicio de la generación de políticas de Estado, ya fuere en la acepción de políticas de continuidad ya lo fuere en la de políticas consensuadas. Naturalmente un elemento sustancial es tener claro cuando es necesario o conveniente aplicar políticas de Estado y cuando es mejor guiarse por la regla de la mayoría.

En lo que hay una opinión prevalente a nivel académico es en la conveniencia de los consensos a la hora de establecer y modificar las reglas de juego. O dicho de otra manera, la conveniencia que las reglas de juego no cambien a golpe de mayoría. Por reglas de juego se entiende la organización del sistema de gobierno, muy especialmente la estructura del sistema electoral, así como la estructura del régimen electoral. Para no confundir: por sistema electoral se entienden todos los mecanismos que conducen a que los votos se traduzcan en bancas, cargos públicas y decisiones populares; por régimen electoral se entiende el conjunto de normas que regulan la organización y procedimientos de las elecciones, la determinación de quiénes y cómo ejercen el derecho a voto, el juzgamiento y validación de las elecciones. Dentro de la inmutabilidad de las reglas de juego aparece el tema de la fecha de las elecciones.

En los regímenes de tipo presidencial o semipresidencial, la fecha de las elecciones en general viene predeterminada. En el caso uruguayo la fecha de las elecciones resulta de la norma de mayor jerarquía, la Constitución, y también de la costumbre. Salvo excepciones en Uruguay se votó siempre el último domingo de noviembre, fecha hoy reservada para la eventualidad de un balotaje presidencial, con lo que el election day se trasladó para el último domingo de octubre. Otras fechas utilizadas en el último siglo lo han sido el último domingo de marzo (en tres oportunidades) y desde la última reforma constitucional, el segundo domingo de mayo para las elecciones de gobiernos departamentales y locales.

Pero quedó un cabo suelto, las elecciones preliminares que dan inicio a todo un ciclo de elecciones parlamentarias, presidenciales y departamentales; comicios preliminares que son sustantivas en cuanto ellos determina qué partidos pueden continuar en todo el resto del ciclo, cómo se componen el órgano que elige el o los candidatos a las intendencias municipales y cómo se elige a los candidatos únicos de cada lema a la Presidencia de la República. Estas elecciones, mal llamadas “elecciones internas”, son elecciones nacionales y departamentales convocadas, organizadas y juzgadas por la Corte Electoral, cuyo partícipe es el Cuerpo Electoral (conjunto de personas habilitadas para votar en todo el país). Pero tanto la fecha de realización como varios elementos centrales no emergen de la Constitución, sino de disposiciones transitorias de la Carta Magna y de leyes.

A diferencia del resto de las elecciones, cuya fecha está fijada en la Constitución y solo es cambiable mediante reforma constitucional, la oportunidad de realización de estas preliminares emerge de la ley y, por tanto, son de más fácil mutamento. No tan fácil como en los países parlamentarios, donde el gobierno determina el momento de convocatoria a las urnas, y normalmente lo hace en función de sus cálculos, ya que en Uruguay se requiere que la ley cuente con el voto de los dos tercios del total de componentes de cada una de las dos cámaras. Pero con menos dificultad que una reforma constitucional, que requiere además un plebiscito de ratificación. Además, estos comicios, de inicio del ciclo, son de concurrencia voluntaria para los electores, a diferencia de las otras tres instancias que son obligatorias.

Ocurre que en el complicado calendario electoral que surge de la reforma de 1996, las elecciones preliminares fueron previstas para el último domingo de abril, y así fue que las primeras se realizaron el 25 de abril de 1999. De inmediato se vieron dos inconvenientes: la cercanía con la Semana de Turismo (y la consiguiente perturbación de este largo feriado hacia el final de la campaña electoral) y la necesidad de comenzar la campaña en pleno verano. Un tercer inconveniente se vio en 2002, en medio de la crisis: la formidable longitud del ciclo electoral, poco propicio a un momento tan estremecedor para el país y para el conjunto de la sociedad, lo que llevó a cambiar la fecha para el último domingo de junio; así fue que el 27 de junio de 2004 se celebraron las segundas elecciones preliminares. Votar a mitad del invierno, con altas probabilidades de que fuere un día frío, gris, lluvioso, es un desaliento a la concurrencia; y una campaña electoral en el invierno es lo menos indicado para concitar el fervor ciudadano. Entonces, ahora se habla de cambiar la fecha para el último domingo de mayo, con lo cual en lugar del 28 de junio se realizarían el 30 de mayo.

Antes que nada hay que celebrar el optimismo de los impulsores de la iniciativa, ya que no son tantas las probabilidades estadísticas de que el 30 de mayo resulte un día menos frío, más soleado, más luminoso y menos ventoso que el último domingo de junio. La campaña electoral además transcurriría entre el fin del verano, la interrupción de Semana de Turismo y el comienzo de los fríos. No parece una combinación que facilite programar una campaña. Pero, en fin, en materia de gustos es muy difícil poner a todos de acuerdo.

Lo que en cambio surge preocupante es que un nuevo sistema de elecciones lleve a que las mismas se realicen primero en abril, luego en junio, después quizás en mayo. Entonces, si la ley llegase a prosperar, lo único cierto será que no habrá fecha cierta; que cada cinco años los dirigentes políticos iniciarán conversaciones para fijar el momento que más convenga a los dos tercios, y probablemente muchos busquen elegir al que menos convenga al otro tercio. Se abre algo inédito en la historia del país (muy frecuente en Europa), cual es la manipulación del momento de la elección.

Las instituciones son sacrosantas cuando reciben la pátina del tiempo. Ni a una dictadura militar se le ocurrió en este país hacer un plebiscito que no fuera el último domingo de noviembre. Cuando las cosas se cambian al compás de gustos pasajeros, baja la calidad de las instituciones. Este es un punto sobre el que los legisladores deberían reflexionar. Ya fue bastante lo poco o nada que se reflexionó y lo mucho que se improvisó con la reforma constitucional de 1996; convendría no empeorar la cosa.