02 Nov. 2008

Entre golpe de mayoría y consenso

Oscar A. Bottinelli

El Observador

A golpe de mayoría (“a colpo di maggioranza”) se denomina en Italia a las decisiones fundamentales o cambios en las reglas de juego resueltas por una mayoría común, técnicamente dicho por una mayoría absoluta pero no más allá de ella, o en términos más simples, por algo más de la mitad en contra de una porción que es apenas un poco menor de la mitad[...]

A golpe de mayoría (“a colpo di maggioranza”) se denomina en Italia a las decisiones fundamentales o cambios en las reglas de juego resueltas por una mayoría común, técnicamente dicho por una mayoría absoluta pero no más allá de ella, o en términos más simples, por algo más de la mitad en contra de una porción que es apenas un poco menor de la mitad. Lo opuesto es la “larga maggioranza”, que no quiere decir unanimidad, sino una gran mayoría, expresada la mar de las veces en dos tercios de votos de un universo determinado, o dicho en otros términos, que la mayoría sea más del doble de la minoría. Y lo más extremo es el consenso pleno, el que busca una mayoría que supere holgadamente los dos tercios, que no sean dos tercios contra uno, sino una razón matemática sensiblemente mayor.

Se tiende a pensar, por los partidarios de la consensualidad, que una democracia estable requiere que las reglas de juego sean trazadas y puedan ser modificadas solamente por grandes consensos o por amplias mayorías, para lo cual normalmente rige la regla de los dos tercios. No en vano la Iglesia de Roma adoptó esa norma para la elección de su jefe supremo, el Papa, primero como ficción de la “unanimitas” y luego como regla secular. Una institución milenaria solo sobrevive si evita que una mayoría circunstancial, que un conjunto puntual que resulta ser un poco más de la mitad, imponga los cambios de regla o la conducción suprema a los que circunstancialmente son apenas un poquito menos de la mitad.

A poco de andar el siglo XX, los padres del Uruguay moderno trazan la ingeniería institucional de un país que busca paz, estabilidad política y creencia en las instituciones, y que además acepte dirimir el disenso mediante el juego de los partidos y las elecciones. Al construir esa ingeniería, eligen los principios de la consensualidad para diseñar las reglas de juego y también para la modificación de esas reglas. Mayoría y minorías acuerdan un diseño constitucional transaccional para que todos se sientan reflejados en él. Y para ello construyen esa originalidad uruguaya (una de las tantas, posterior al ya establecido Doble Voto Simultáneo) como lo es el Poder Ejecutivo bicéfalo: una rama a cuyo frente un Presidente de la República se encarga de las relaciones exteriores, la seguridad y la defensa nacional; y otra rama colegiada, el Consejo Nacional de Administración, se encarga del gobierno regular (finanzas, economía, educación, industria, agro, obras públicas y más adelante salud, trabajo, previsión social)

No solo los constituyentes de 1916-18 dividieron el poder mucho más allá de lo que impusieron los nobles ingleses o delineó Montesquieu, sino que expresaron el temor a la personalización del poder mucho más allá de lo que pactaron los helvéticos. Pero además, pretendieron garantizar que las reglas de juego fundamentales (“la Constitución”) solo se modificasen por un amplio acuerdo: por mayoría de dos tercios de cada una de las dos cámaras, expresada a su vez en dos Legislaturas consecutivas.

Esta pretensión de la exigencia de amplio consenso para modificar las reglas de juego pareció ratificarse y ampliarse en la Constitución de 1934, la cual mantuvo la exigencia de los dos tercios de cada Cámara para reformar la Constitución por vía de una ley constitucional y consagró la regla de los dos tercios para toda modificación de las leyes electorales y de ciudadanía. Agregó, además, que el pacto político destinado a lograr los dos tercios de votos representativos, recibiese a su vez el aval directo de la ciudadanía, expresado en plebiscito. Todo esto sobrevivió a todas las enmiendas de la Carta Magna: 1942, 1952, 1967, 1997.

Pero la Constitución de 1934, raro cruce de inspiración parlamentarista y neocorporativista, con algunos tintes populistas, no se atuvo a la linealidad de la alta consensualidad y se contradijo a sí misma. Habilitó que la Constitución pudiese ser reformada a golpe de mayoría, mediante la iniciativa ciudadana (originariamente 20% de los ciudadanos, actualmente el 10% de ellos) o iniciativa de una minoría parlamentaria (2/5 del total de legisladores); iniciativa que condujese a un plebiscito simultáneo con las elecciones nacionales y requiriese una mayoría plebiscitaria común para su aprobación (mayoría absoluta del total de votantes). La Constitución de 1942 agrega otra vía a golpe de mayoría, aunque más complicada, una verdadera carrera de obstáculos, ya que la mayoría debe expresarse cinco veces: mayoría en cada una de las dos Cámaras para aprobar una ley que desemboque en elecciones de Convención Nacional Constituyente, lograr mayoría en esas elecciones, mantener la mayoría para aprobar un proyecto de reforma constitucional, mayoría en el Cuerpo Electoral para aprobar el proyecto de la Convención. Pero una mayoría sostenida invariablemente logra per se el propósito, aunque fuere apenas poco más de la mitad del país.

Ni el golpe de mayoría ni la larga mayoría son buenas o malas per se. Lo que ocurre es que cada una corresponde a una lógica completamente diferente de la otra; son lógicas opuestas y contradictorias. Y así se observa que en Uruguay ha prevalecido lo uno y lo otro. En 1966 no se excluyó la vía de la larga mayoría, pero sí del consenso pleno, porque una conjunción de tres partidos alcanzó apenas los dos tercios suficientes para aprobar in extremis – históricamente in extremis – una ley constitucional que pusiese obstáculos a una minoría ascendente e irrefrenable. Ahora, por segunda vez en las últimas cuatro décadas, se tienta modificar las reglas de juego a golpe de mayoría, con la finalidad de mejorar las posibilidades electorales de lo que es el actual oficialismo, ya que sus partidarios creen que sigue siendo la mayoría absoluta del electorado del país.

El que se pueda elegir entre una u otra lógica marca la contradicción fundamental que quedó instalada hace tres cuarto de siglo, y que habilita que la búsqueda del consenso o el golpe de mayoría no sean el uno o el otro el camino único necesario e imprescindible, sino que los actores – en función de sus cálculos y estrategias – pueden elegir uno u otro derrotero. Con lo cual no solo eligen un camino para llevar adelante sus propósitos, sino que tienen en sus manos la posibilidad de imponer al país el estilo político elegido unilateralmente. Porque guste o no el golpe de mayoría supone la visión de la política como una guerra incruenta, pero guerra al fin, y la larga mayoría supone ver la política como el arte del logro de compromisos. El que elija el golpe de mayoría determina necesariamente el camino bélico incruento, porque de por sí – en el mismo momento de emprender el camino – rompe los puentes hacia la búsqueda de compromisos, y los compromisos solo son posibles si son tentados de uno y otro lado.

Conviene repetir que tampoco el compromiso o la confrontación son per se virtudes o defectos, sino formas distintas de concebir la política. Pero son distintas, incompatibles la una y la otra.