22 Mar. 2009

A encuestas malas, buena cara

Oscar A. Bottinelli

El Observador

La dirigencia política, y en particular los aspirantes a los cargos máximos, tienen serias dificultades para saber cómo reaccionar ante encuestas que les dan cifras adversas. Esto sucede en Uruguay y en el mundo. Sin embargo, la solución es muy sencilla, es de una muy simple obviedad, aunque tan obvia, que a los actores les cuesta descubrirla, al punto que recién el otro día, un candidato presidencial con encuestas adversas dio una lección magistral sobre el punto.

La dirigencia política, y en particular los aspirantes a los cargos máximos, tienen serias dificultades para saber cómo reaccionar ante encuestas que les dan cifras adversas. Esto sucede en Uruguay y en el mundo. Sin embargo, la solución es muy sencilla, es de una muy simple obviedad, aunque tan obvia, que a los actores les cuesta descubrirla, al punto que recién el otro día, un candidato presidencial con encuestas adversas dio una lección magistral sobre el punto.

La primera y más habitual de las actitudes es reaccionar contra el instrumento: “las encuestas se equivocan”, “cómo va a decir que estamos mal, si cada vez va más gente a los actos”, “cada vez hay más entusiasmo”. Hace más de 15 años que se oyen estos comentarios, desde todos los partidos. El actor político, sobre todo el candidato de primera fila, es normalmente una persona de formidable intuición, de gran olfato, al menos los que sobreviven, los que ejercen liderazgos estables. Pero ocurre que en el calor de la campaña electoral son víctimas de cuatro fenómenos: el primero, que cada vez tienen menos tiempo de ver u oír a los que no están con él; el segundo, que viven un microclima (sincero, honesto) producido por su equipo de campaña, sus militantes y sus seguidores; el tercero, que a medida que avanza una campaña electoral, con muy pocas excepciones de casos desahuciados, es mayor la cantidad de gente que se acerca al candidato y a los actos; el cuarto, que esa gente se acerca cada vez con mayor entusiasmo, es más enfervorizada. Entonces esto lleva a varias confusiones, pero fundamentalmente a tres. Una estadística: no percibir que aunque vayan 2 mil personas a la plaza en un pueblo determinado, los votantes allí son 40 mil, es decir, convocaron como mucho al 5% de la población. Segundo, comparativo, se razona. “si nosotros llevamos el doble que nuestros oponentes, entonces tenemos muchos más votos que ellos”, sin percibir que el nivel de participación no es igual en todos los grupos políticos; sectores con mayor intención de voto pueden tener menor concurrencia a reuniones, y sectores con menor electorado pueden tener mayor activismo. Tercero, que es además el fundamento de lo anterior, el perfecto sofisma basado en la premisa de que hay una relación directa entre convocatoria a votar y movilización, cuando son dos variables independientes que no necesariamente interactúan, y si lo hacen, es con distinta intensidad según los partidos y los sectores. Cuarto, que hay una relación directa entre fervor militante e intención de voto, lo cual es una correlación todavía más alejada de la realidad; no es más la cantidad de votantes porque sean más ruidosos o más fanáticos.

Una vez más hay que recordar que el Partido Nacional ganó en 1958 sin darse cuenta que iba camino a la victoria, que el Partido Colorado perdió sin percibir la tendencia declinante en el país. Que en 1962 el Partido Colorado festejó ruidosamente por la avenida 18 de Julio durante al menos seis horas, en unas elecciones que perdió por más de tres puntos porcentuales. Que buena parte del Frente Amplio creyó que podía ganar las elecciones de 1971, cuando fue menos de la mitad de cualquiera de los dos partidos tradicionales, y menos de la quinta parte del país. Y aquí no es que se equivocaron fueron las encuestas, sino que en todo caso se equivocaron los votantes, que porfiadamente hicieron lo que les pareció mejor y no lo que estuviese acorde al sueño de algún partido, sector o candidato.

Otra actitud, cuando hay diferencias entre las encuestas, es jugar al conteo de cuántas dan para un lado y para el otro, en una suma de tranvías con zapallitos, porque se cuentan datos de dudosa fiabilidad con otros que – aun en el error – son de elevada confiabilidad. O se buscan promedios. Se llega entonces a lo que decía uno: si un médico dice que la nena está embarazada y otro dice que no, concluyamos que está medio embarazada. Y las peores de todas las reacciones son tres: inventar encuestas, sacar de la galera encuestas de muy baja credibilidad, o lisa y llanamente hacer acusaciones de venalidad contra el portador de las malas noticias. También puede darse que profesionales serios y rigurosos discrepen entre sí, como en toda profesión, lo cual implica que corresponde estudiar las causas. Pueden ser: que se comparan encuestas diferentes de tiempos o universos diversos, que no se analizan los márgenes de error estadísticos, que a tres meses de las elecciones el electorado cuenta con diversos niveles de firmeza y duda, y cada uno puede estar midiendo expresando como resumen cifras que corresponden a niveles distintos, o lisa y llanamente que alguno pudo tener en una investigación puntual alguna desviación o error (en el campo, en la muestra, en los procesos, en el cuestionario).

Lo que no perciben los candidatos y dirigentes es cuál es la interpretación de la gente. Y la gente común, esa que compone la opinión pública, toma nota del enojo y con ello confirma que ese candidato o ese grupo político van mal, que está en caída, y además que da señales de mal perdedor. Y cuando las acusaciones son de tipo ético, generan suspicacia en la gente, porque infieren que si alguien es capaz de pensar mal de otro, es porque está dispuesto a hacer cosas indebidas. Este es otro peligro que deben cuidar los partidos, sectores y candidatos. Hay un viejo dicho: en política se puede hacer cualquier cosa por muchas razones, menos por sacarse las ganas.

Lo que hizo en estos días un candidato presidencial, no importa quien sino su gesto, es que no hizo nada fuera de tono, sino que aceptó el resultado, tomó cuenta de cuál es el panorama a más de tres meses de las elecciones, y dijo: “Me hubiera preocupado otro resultado que quizás nos hubiera anestesiado. Tengo ahora mil estímulos para romperme el alma y seguir trabajando. Tengo mucho más paño todavía”. Además expuso las cinco razones por las cuales cree que se diferencia de su principal contendor y su convicción que al país y a su partido le van a ir mejor si él gana. No solo se posicionó como un hombre realista, que acepta la adversidad, que es un buen perdedor (si pierde, si le va mal), que si es buen perdedor puede entonces ser también un buen ganador, que no se deja conmover por una noticia negativa y saca fuerza de la adversidad para seguir peleando, para redoblar la lucha. En realidad, no hay razones para que esto no lo hagan todos. Precisamente las campañas electorales están para convencer a la gente, para afianzar las ventajas y revertir las desventajas. No son un mero ejercicio gimnástico ni un concurso artístico de piezas publicitarias, son un esfuerzo de proselitismo. Y no se hace proselitismo por deporte, sino para sumar voluntades, porque la victoria es producto de pelear para convencer a la gente, que es la que decide.