10 May. 2009

Los muros del silencio

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Los dos últimos intendentes de Montevideo han arreciado contra la publicidad política libre en la vía pública, basados fundamentalmente en la preservación de la estética de la ciudad. El tema no es nada menor, no es un tema más de administración de la ciudad, sino una contraposición entre dos valores y una opción sobre la prevalencia de uno u otro[...]

Los dos últimos intendentes de Montevideo han arreciado contra la publicidad política libre en la vía pública, basados fundamentalmente en la preservación de la estética de la ciudad. El tema no es nada menor, no es un tema más de administración de la ciudad, sino una contraposición entre dos valores y una opción sobre la prevalencia de uno u otro. De un lado la defensa de una ciudad limpia y hermosa. Del otro lado el no poner límites a la expresión del proselitismo político para la captación de votos, es decir, el derecho a la mayor libertad de exposición de sus valores, propuestas, ideas, mensajes e imágenes de parte de los actores políticos en busca de las preferencias ciudadanas, que constituyen el elemento básico para el funcionamiento de la democracia. Lo que está planteada es la tensión entre ambos valores: la estética de la ciudad o la más amplia libertad de comunicación política; como ocurre siempre, es difícil el equilibrio entre ambos. El intendente actual, como el anterior, se han inclinado decidida y fervientemente por la prevalencia de la estética de la ciudad, opción muy valedera. Aunque la opción de ambos intendentes va en contra de lo actuado tradicionalmente por la izquierda, que defendió siempre a rajatabla esos espacios de uso libre, como arma de los menos poderosos, de quienes no cuentan con grandes medios masivos de comunicación en su favor, y especialmente de los alejados del poder del dinero. Cabe recordar aquella cantinela irónicamente ofensiva para la izquierda, después de las elecciones de 1971, en que se decía: “Seregni idiota, los árboles no votan”. Porque el Frente Amplio, a falta de acceso fluido a la televisión y la radio y con una prensa menguada, había tapado los muros, las columnas y los árboles de la ciudad.

Nunca debe olvidarse que la estética de la ciudad – en lo concerniente a este tema – jamás tuvo más destaque, más brillo, que en la dictadura. Paredes inmaculadas, columnas sin un solo cartel. Quizás para muchos esos muros limpios e incontaminados suenen a muros del silencio. Hubo militantes que murieron, otros que sufrieron prisión y tortura, por romper la estética de la ciudad, por romper el silencio de los muros. La limpieza resultaba de la imposibilidad de expresar ideas. Hace décadas, cuando algún observador de lo político visitaba otros países, inmediatamente distinguía aquéllos bajo dictadura por la proliferación de muros del silencio, por la ausencia de pintadas y de carteles. La ciudad contaba con las ventajas estéticas de que ni un solo pensamiento ensuciase sus paredes, sus árboles o sus columnas.

Las muros pintados, las columnas del alumbrado plagadas de columneras, son ventajosas para los actores políticos, para los partidos, para las candidaturas nacionales, pero por encima de todo para todas y cada una de las listas, especialmente para las pequeñas listas de candidatos, para las más desprovistas de recursos financieros. Pero no solo son ventajosas para los actores políticos, sino que son una escuela política para los ciudadanos. Tienen la oportunidad, al recorrer la ciudad – sea a pie, en ómnibus o en automóvil – de observar la más variada oferta electoral, las opciones que presentan los partidos y los candidatos nacionales, ver la diversidad de propuestas y de figuras que aspiran a competir en la competencia de la democracia.

El uso libre de la vía pública generó también sus propios códigos de uso de muros y columnas, de respeto a los derechos de los otros competidores. Se sabe de la existencia de reglas implícitas que no deben violarse. No es una jungla. Cada quien sabe cómo debe conducirse en ese juego, y cuando hay trasgresores, que siempre los hay, reciben el consabido castigo del sistema político y del entorno.

Hace cuatro décadas esta sociedad que venía del liberalismo político, de la tolerancia a las ideas opuestas, de la exaltación de la libre competencia de pensamientos diversos, minusvalorizó esos valores, a los que consideró tan obvios que no era necesario defenderlos y a veces ni siquiera preservarlos. Tirios y troyanos descalificaron la política, la conquista del voto, el voto mismo, el sistema política, la competencia política, el juego político. Todo fue demonizado en base a ideas muy opuestas entre sí. Y una parte de esos tirios y esos troyanos ensayaron o practicaron caminos alternativos a los votos. La sociedad experimentó eso y luego experimentó la consecuencia de ello. A cinco lustros de restaurada plenamente la democracia política, parece olvidarse que la democracia es una planta que no vive por sí sola, sino que se necesita que se la riegue a diario. Si no se la riega, si no se la cuida, si comienzan a levantarse opciones laterales que la costriñen, más temprano que tarde se la corroe.

Visto el tema como se expone en este análisis, no aparece como un asunto menor, sino como esos asuntos aparentemente pequeños, cuyo descuido en forma acumulada terminan siendo sustanciales en el producido de efectos.