13 Set. 2009

Elecciones en la tierra de Lilliput

Oscar A. Bottinelli

El Observador

En su célebre novela “Los viajes de Gulliver”, Jonathan Swift relata que el personaje - tras un naufragio al norte de Tasmania (Australia) - llega a la isla-Estado de Lilliput, caracterizada por el hecho de que sus habitantes miden 15 centímetros de alto (“six inches”) y las plantas y animales tienen un tamaño de la doceava parte del original. Para los liliputienses, el Capitán Gulliver es un gigante, con sus un 1.80 metros de alto (“six feet”). Entre otras metáforas y alegorías, Swift describe la visión de un hombre que ve en panorámica a otros hombres, y la visión del mundo que pueden tener los seres pequeños.

En su célebre novela “Los viajes de Gulliver”, Jonathan Swift relata que el personaje - tras un naufragio al norte de Tasmania (Australia) - llega a la isla-Estado de Lilliput, caracterizada por el hecho de que sus habitantes miden 15 centímetros de alto (“six inches”) y las plantas y animales tienen un tamaño de la doceava parte del original. Para los liliputienses, el Capitán Gulliver es un gigante, con sus un 1.80 metros de alto (“six feet”). Entre otras metáforas y alegorías, Swift describe la visión de un hombre que ve en panorámica a otros hombres, y la visión del mundo que pueden tener los seres pequeños.

Lo que la vida demuestra es que los países pueden ser liliputienses por su tamaño (como Andorra, Liechtenstein, Mónaco, San Marino y Vaticano). Pero los hombres solo pueden ser liliputienses por su nivel mental o espiritual. Hay personas liliputienses, hay gigantes y hay muchas normales que a veces son víctimas de una enfermedad, la liliputitis, que los hace ver todo desde una altura de 15 centímetros.

Quien naufrague en el célebre y temible Banco Inglés - casi en las mismas latitudes y opuesta longitud del novelado naufragio de Gulliver- arribe a estas costas y observe la campaña electoral, quedará tan sorprendido como el Capitán al percibir una epidemia de liliputitis que afecta a una parte significativa de los actores políticos, no a todos, y quizás tampoco a la mayoría, pero sí a una buena porción. La liliputitis - aun no catalogada por la Organización Mundial de la Salud - puede caracterizarse por la incapacidad de ver por lo alto y mirar las cosas a ras del suelo.

El 28 de junio la sociedad brindó un golpe formidable al sistema político, a todo: 11 de cada 20 uruguayos rechazaron la convocatoria de los líderes y partidos políticos, 10 de los cuales además ni siquiera se movieron de su casa y el restante fue y no votó a ningún partido ni líder nacional. Pero además quedó a la vista que, pese a ser las elecciones preliminares más competitivas de las tres habidas, la concurrencia declina lustro a lustro, y esta vez fue la menor de todas. Lacalle, la figura de mayor convocatoria, logró que lo respaldase poco más del 12% de los ciudadanos; Mujica, el 10%; Larrañaga, el 9%; Astori, algo menos del 8%; todo el Partido Colorado no alcanzó al 6%. Fue un resultado muy magro al que ninguno prestó atención. Los blancos prefirieron festejar el que convocaron a un puñado de gente mayor que el Frente Amplio, que sí acusó el inesperado golpe, el último golpe a lo que le quedaba de soberbia.

Muchos se engañaron honestamente gracias a su desconocimiento de la aritmética elemental: creer por ejemplo que el 45% de la mitad es lo mismo que el 45% del todo. No miraron los votos contantes y sonantes, porque es mirar la cruda y dura realidad. Unos muchos prefirieron poner la culpa afuera de sí mismos y buscar la existencia de otro fenómeno: lo importante no es que la gente no haya ido, sino que “las encuestas se equivocaron”. Lo que nadie ha querido ver es la aparición de una creciente distancia entre los políticos y la gente, fenómeno nada nuevo en sociedades democráticas con sistemas políticos consolidados; es el mal que recorre Europa. Pero en Europa hay preocupación por el fenómeno, hay discusiones académicas y periodísticas, hay preocupación del segmento de más nivel de los políticos. En esta latitud sur se mira para el costado.

A la gente preocupa la seguridad pública, la vivienda, a unos cuantos la reforma tributaria, todos persiguen trabajo estable con buenos ingresos, los muchos reclaman un retorno a aquella prestigiosa escuela pública y también liceo público. A la gente le preocupa el presente y el futuro. En cambio, a muchos candidatos, a demasiados, lo que preocupa es el pasado del otro (como si el otro fuese un outsider desconocido cuyo pasado nadie conociese). Así nos hemos enterado que hubo una campaña de denuncias contra el gobierno de Lacalle, que Mujica fue tupamaro y que Pedro Bordaberry tiene el mismo apellido que su padre (“chocolate por la noticia”, decían las abuelas). Esto marca una formidable separación entre lo que preocupa a la gente común y silvestre, que casualmente es la mayoría, y los temas que enardecen a los puñados que rodean a los candidatos y asisten a los actos.

La elección la deciden los indecisos, que son alrededor del 6% del electorado (unas 140 mil personas). Los porcentajes parecen pequeños, la cantidad de personas es mucha, como que llena dos estadios Centenario. ¿Quiénes son? ¿Qué piensan? ¿De dónde vienen? ¿Qué votaron antes? Parece que los candidatos no lo saben, pues los frenteamplistas hacen todo lo posible por afirmarle a esa gente la desilusión con el Frente Amplio; y los partidos tradicionales hacen todo lo posible por recordarle todas las cosas que los hicieron alejarse o rechazar a esos partidos, que hace tan poco como cuatro décadas eran el 90% del país.

La gente vota según la identificación que logre con partidos y candidatos, en base a su cultura y sus valores. Donde lo que pesa es el hogar donde se crió (o la falta de él), el barrio, la escuela, los compañeros de trabajo, la clase social, la religión o la negación de ella, las tradiciones políticas, la visión del mundo, la ubicación en la cultura de izquierda, la cultura de derecha, la cultura de centro o la cultura de la antipolítica. ¿Cómo es que conduce la campaña electoral buena parte de los actores políticos? Como si fuese una carrera turfística donde lo que interesa es exclusivamente cuál caballo es el favorito, cuál el enemigo y cuál la sorpresa. Es la creencia de que la gente vota a ganador, sin que esa creencia esté avalada por estudio alguno. De donde se deduce que como vota a ganador se guía por las encuestas, las encuestas no miden lo que la gente piensa sino que hace pensar a la gente lo que debe votar, por lo que hay que matar al que hace votar a la gente de esa manera; o inventar encuestas y números para hacerle creer que el ganador es otro y orientarle de esa manera el voto. Treinta años de estudio en las más rigurosas universidades europeas y norteamericanas no han logrado determinar si las encuestas influyen, cuánto lo hacen ni - mucho más importante - en qué dirección. Pero muchos políticos uruguayos saben lo que la investigación científica no logra discernir: que influyen, mucho y siempre en favor de su directo y personal adversario. Las encuestas son siempre los aliados de sus enemigos.

Este es un apretado e incompleto inventario de errores y falencias que emergen en esta campaña electoral. Si la dirigencia política no da un gran salto, si no cura la liliputitis de unos muchos, si los no contaminados y los pocos gigantes que existen no se imponen, el país comenzará a recorrer el lento camino que recorrió hace medio siglo, de descreimiento en la democracia: entonces se fue hacia la exaltación de la lucha armada o del golpe de Estado; hoy, en otras condiciones, se irá hacia la anomia, hacia la argentinización.