20 Set. 2009

La larga caída de los partidos tradicionales

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Las elecciones pueden verse como un espectáculo en que todos los competidores comienzan con el mismo puntaje y, de acuerdo con lo que hagan en el correr del show, acumulan puntos a favor y en contra. O puede tenerse una visión más de fondo, en donde se considera que las elecciones son etapas en largos procesos históricos y lo significativo es ver la evolución en el largo plazo. Las campañas electorales impactan a partir de las definiciones estructurales y no rompen las mismas; sus efectos se producen en la franja del electorado que carece de definiciones estructurales y, por tanto, más volátil en su decisión y sujetos a mayor incidencia de los elementos coyunturales.

Las elecciones pueden verse como un espectáculo en que todos los competidores comienzan con el mismo puntaje y, de acuerdo con lo que hagan en el correr del show, acumulan puntos a favor y en contra. O puede tenerse una visión más de fondo, en donde se considera que las elecciones son etapas en largos procesos históricos y lo significativo es ver la evolución en el largo plazo. Las campañas electorales impactan a partir de las definiciones estructurales y no rompen las mismas; sus efectos se producen en la franja del electorado que carece de definiciones estructurales y, por tanto, más volátil en su decisión y sujetos a mayor incidencia de los elementos coyunturales.

La historia moderna del Uruguay marca dos grandes etapas: la del bipartidismo tradicional y la de la larga y persistente caída de los partidos tradicionales. La primera etapa se corresponde - en grandes rasgos - con la etapa protopartidaria y de protoestado del siglo XIX, con una sociedad conformada a partir de la adhesión a dos grandes divisas, la blanca y la colorada. Parece más exacto decir que la sociedad se estructura en dos grandes bandos que decir que se divide en ellos, máxime - si se acepta la tesis de muchos historiadores y politólogos - que primero se produjo la identificación con lo blanco y lo colorado y luego se construyó la identidad nacional. Un elemento central en ese largo periodo premoderno y moderno fue la reproducción intrafamiliar de las pertenencias políticas y, por tanto, del voto. Si se descartan pequeñas oscilaciones y se mide en deciles (en décimas de la ciudadanía), blancos y colorados como conjunto representaron más de las nueve décimas desde que las elecciones son medibles de manera confiable (elecciones legítimas y legitimadas, trasparentes, con voto secreto, padrón cierto) hasta el fin de los años treinta (1916-1938). Y a partir de allí son las nueve décimas entre 1942 y 1966, con una sola variación significativa al final de la II Guerra Mundial (1946) cuando se situaron en un redondeo de 8 décimas y media.

En el interludio electoral 1966-1971 se genera el cambio, se pasa de la larga estabilidad a la línea de constante declive, o también puede leerse a la inversa como el comienzo del largo e ininterrumpido ascenso de la izquierda, basado esencialmente en el Frente Amplio y complementado por un cuarto espacio. Este último es en esencia un espacio consolidado en tanto tal (ya van cuatro para cinco elecciones con un lema de estas características) pero no consolidado en su arquitectura (todavía no se ha llegado a tres elecciones consecutivas con la misma presentación electoral). En el medio siglo que va de 1966 a 2004, los partidos tradicionales como conjunto perdieron la mitad de sus adhesiones y pasaron de esas 9 décimas a 4 décimas y medio.

En todo proceso se correlaciona la caída de uno y el crecimiento del otro, por lo que siempre importa en el análisis el por qué uno pierde adhesiones y el por qué el otro las capta. Pero cuando se parte de una muy larga estabilidad, un panorama consolidado de medio siglo en lo electoral y de siglo y medio en la identificación política, lo importante es analizar primero por qué se rompe esta estabilidad y se da un nuevo fenómeno. Que además no es coyuntural, no obedece a un hecho puntual y reversible, sino que 1966-1971 marca el comienzo de un proceso que hasta ahora no se ha interrumpido en medio siglo. Las elecciones de 2009 pueden marcar el detenimiento de la caída, la reversión del fenómeno o la continuidad del proceso (y para saber eso basta esperar tan solo 35 días).

Decir que los partidos tradicionales perdieron sintonía con la mitad de sus seguidores no explica nada, sino que describe el fenómeno. La pérdida de sintonía se da o con los propios electores (que dejan de votarlos) o con sus hijos, porque se rompe la reproducción intrafamiliar de las adhesiones partidarias y consecuentemente del voto. Lo que no se conocen reflexiones profundas ni de ambos partidos en conjunto ni de ninguno por separado, sobre qué es lo que ha motivado el fenómeno. Un hecho claro e inequívoco es el que el coloradismo registra una larga y casi ininterrumpida caída desde 1938, pero presenta una caída más fuerte y esa sí ininterrumpida desde 1966. El nacionalismo, en cambio, registra un comportamiento electoral que se presta al autoengaño: en forma sistemática cae y sube, aunque vuelve a caer y vuelve a subir. Cada vez que sube se interpreta la caída como un hecho circunstancial y se valora la recuperación. Pero no se observa un dato fundamental: cada vez que revierte el fenómeno su techo es inferior al anterior, al previo a la caída. Tendencialmente el nacionalismo está en caída. Si se toman los datos de una década móvil (la semisuma de dos elecciones) se observa que se construye una línea persistentemente descendente, aunque de menor intensidad que la del coloradismo.

Para explicar el devenir electoral conviene observar las líneas de larga duración, los procesos históricos, buscar explicaciones a los mismos, y no sobrevalorar los hechos puntuales de las campañas electorales, que son mucho más accesorios de lo que en plena campaña electoral parecen. De todos los elementos accesorios, sean de este mes, del mes pasado o del otro.