27 Dic. 2009

Las angustias de Mr Schmidt

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Las confesiones de Mr. Schmidt” (“About Schmidt” en el original) es un filme de Alexander Payne actuado en el papel protagónico por Jack Nicholson. Relata el drama existencial del hombre enfrentado a la jubilación, del vacío que invade su vida. Una escena impactante es cuando vuelve a su antigua oficina y se encuentra con su sucesor, sentado en su escritorio, tomando sus decisiones, sin necesidad de que él intervenga ni se le acepten consejos. Todo cambio de gobierno plantea el síndrome de Mr. Schmidt al presidente de la República, a los ministros, a los senadores y diputados no reelectos, a los presidentes y directores de entes autónomos y servicios descentralizados, a un conjunto de algún que otro millar de personas.

Las confesiones de Mr. Schmidt” (“About Schmidt” en el original) es un filme de Alexander Payne actuado en el papel protagónico por Jack Nicholson. Relata el drama existencial del hombre enfrentado a la jubilación, del vacío que invade su vida. Una escena impactante es cuando vuelve a su antigua oficina y se encuentra con su sucesor, sentado en su escritorio, tomando sus decisiones, sin necesidad de que él intervenga ni se le acepten consejos. Todo cambio de gobierno plantea el síndrome de Mr. Schmidt al presidente de la República, a los ministros, a los senadores y diputados no reelectos, a los presidentes y directores de entes autónomos y servicios descentralizados, a un conjunto de algún que otro millar de personas.

En el mismo momento en que se proclama el resultado de la elección presidencial, emerge sin pronunciarse la frase ritual “¡El Rey ha muerto! ¡Viva el Rey!”. Esta frase, relacionada con el ciclo biológico, perfectamente trasladable a los ciclos electorales, marca el traspaso real del poder. Transcurren más de 90 días de lento deslizamiento del mando, que cinco años atrás, definida la primera magistratura sin balotaje, se extendió a más de 120. En la noche de la elección comienzan a atenuarse los focos que encandilan al presidente de la República, que en ese momento adquiere la denominación usual de “presidente saliente”, y comienzan a enfocarse en el “presidente electo”, que poco a poco empieza a ser llamado “el presidente entrante”, y luego el “nuevo presidente”. Estos pasos marcan el desempoderamiento del primer mandatario, la pérdida de poder, y su deslizamiento hacia su sucesor.

Lo mismo pasa en los Ministerios, en los entes. Los gobiernos entrantes anteriores (incluido el de Vázquez) tuvieron la sabiduría de hacer la transición en edificios diferentes a los oficiales. El ministro saliente continúa en su despacho, mientras el ministro entrante trabaja y atiende en otra oficina, que fueron sucesivamente el Hotel Columbia (1984-85), el viejo Parque Hotel (hoy, Edificio Mercosur, 1989-90), por dos veces el Victoria Plaza o Radisson Montevideo (1994-95 y 1999-2000) y el Hotel Presidente (2004-05). Ahora, en cambio, los ministros entrantes se encuentran en los mismos edificios de los ministros salientes, lo cual refuerza el doble poder, que en realidad es la exposición del poder en desaparición del titular y el poder en aparición del nuevo, a quien todos dirigen su mirada y su palabra.

No hay duda alguna que las viejas cámaras legislativas conservan todo su poder hasta el mismo 5 de febrero, en que se instalan las nuevas. Tampoco caben dudas de que el presidente de la República cuenta con todas y cada una de las atribuciones que le otorga la Constitución hasta el mismísimo 1° de marzo, sin una sola salvedad a las potestades que tuvo a lo largo del lustro. Sin embargo, la legitimidad jurídica no va acompañada de la legitimidad social. Las facultades que podía ejercer sin discusión hasta la misma apertura de las urnas, parecen recortadas; su ejercicio suena a exceso de autoridad, o a sobrevivencia de autoridad. Por eso hasta ahora todos los presidentes salientes –Vázquez incluido– han consultado a su sucesor la formulación de los ascensos militares y, cuando cae el caso, la designación del o de los comandantes en jefe de fuerza.

No es nada fácil manejar la relación personal entre el presidente saliente y el presidente entrante (ni entre un ministro saliente y su sustituto designado). Esto va más allá de continuidades o rupturas partidarias o sectoriales, es un tema que hace a lo más profundo de los deseos, frustraciones y nostalgias del ser humano. La pérdida del poder supone a la vez un alivio y un vacío. Pero más golpeante que la pérdida del poder es el periodo en que ese poder se va deslizando desde las propias manos, que se resbala hacia su sucesor.

También ocurre que a veces conscientemente y otras de manera inconsciente, en forma clara y otras veces sutil, los sucesores electos o designados actúan prematuramente, como si ya hubiesen recibido la totalidad o la mayor parte del poder.

Al fenómeno del desempoderamiento hay que sumar el fenómeno de que todo gobernante, todo administrador, realiza mucho menos de lo que fueron sus deseos, así como todo hombre culmina su vida con muchas menos realizaciones de sus ensoñaciones juveniles. Sucede a muchos en la vida, a casi todos en el poder, que los últimos minutos desatan la ansiedad de realizar lo que no se pudo realizar antes, de culminar lo que está a medio camino, de apresurar las cosas aunque resulten con la prolijidad y el ajuste propios de las cosas apuradas.

En este contexto es que hay que interpretar los últimos sucesos de un Tabaré Vázquez imponiendo su autoridad, desplazando del poder actual a su sucesor, de un sucesor que emite señales que hacen atisbar una asunción sietemesina del poder, a un Parlamento aprobando leyes a ritmo vertiginoso, tan vertiginoso como desprolijo en la forma y en la sustancia, verdaderos quebraderos de cabeza para los intérpretes y ejecutores. El no dejar las cosas para el gobierno siguiente o para el Parlamento siguiente constituye el reclamo existencial de demostrar la propia vigencia, de estirar todo lo posible esa cuota de poder que se desvanece, el buscar sostener la propia autoridad mientras se cae de las propias manos jabonosas.

Lo más relevante de todo esto es que se trata de un fenómeno aideológico, y en ese sentido apolítico. Nada tiene que ver con ideologías o partidos, sino que tiene que ver con el ser humano enfrentado al fin de una etapa de su vida. Ocurre que esa lucha del ser humano por su propia existencia, cuando se trata del poder público adquiere más nitidez y más publicidad que la lucha en solitario del hombre anónimo al final de su camino, o al final de una etapa en su camino. Por ello, y más allá de la política, nadie en la vida está libre de esta angustia, este drama y este destino