12 Set. 2010

La Corte Electoral y la obra de Urruty

Oscar A. Bottinelli1

El Observador

Ninguna institución es producto exclusivamente de la labor de un solo hombre, pero hay hombres sin cuya existencia las instituciones no son lo que han llegado a ser. Varios nombres pueden considerarse decisivos en el moldeamiento de la Corte Electoral, como José Irureta Goyena, Francisco Rodríguez Villamil, Raúl Negro y Carlos Urruty; otros, como Renán Rodríguez, fueron decisivos en sus aportes al derecho electoral, aunque su pasaje por la Corte fue apenas de cinco años y al final de su vida[...]

Ninguna institución es producto exclusivamente de la labor de un solo hombre, pero hay hombres sin cuya existencia las instituciones no son lo que han llegado a ser. Varios nombres pueden considerarse decisivos en el moldeamiento de la Corte Electoral, como José Irureta Goyena, Francisco Rodríguez Villamil, Raúl Negro y Carlos Urruty; otros, como Renán Rodríguez, fueron decisivos en sus aportes al derecho electoral, aunque su pasaje por la Corte fue apenas de cinco años y al final de su vida. Carlos Urruty ingresó a la Corte a los 15 años de edad, en octubre de 1944, como mensajero, luego pasó a abogado, prosecretario letrado, secretario letrado y en el último cuarto de siglo ocupó un sillón de ministro, de los cuales 5 como vicepresidente y los últimos casi 14 como presidente. Cesó el 2 de junio, y apenas sobrevivió dos meses a ese divorcio con la Corte. Así como es difícil concebir a la Corte sin Urruty, éste no pudo concebir la vida sin la Corte; más allá de la gran fragilidad de salud, seguramente no tuvo fuerzas sin su Corte para enfrentar la enfermedad,

La Corte Electoral, creada en 1924, no es como mal se cree un “organismo de contralor”, sino la cabeza de una de las tres ramas en que en Uruguay se divide el poder judicial, rama denominada “Justicia Electoral” (las otras dos son el Poder Judicial propiamente dicho y el Tribunal de lo Contencioso Administrativo). Es la autoridad judicial electoral como cabeza de poder más antigua del mundo, que rige sobre el régimen electoral más garantista del mundo y en esa función además el de más larga vida: cerca de nueve décadas, a poco de despuntar una centuria.

La democracia se sustenta en muchos elementos, unos formales y otros sustantivos. Pero no hay democracia plena sin elecciones plenas y competitivas, pero que además sean legítimas y legitimadas. La democracia requiere que la sociedad en que se asienta tenga una confianza absoluta, cuasi religiosa, en que lo que esa sociedad expresa mediante el voto corresponde a lo que es computado, que los electos son los que recibieron la voluntad de los ciudadanos, que no hay fraude explícito ni implícito, y que además todo ello se sustenta en un sistema electoral (sistema de decisión de las elecciones y adjudicación de bancas) considerado al menos aceptable por esa misma ciudadanía. La democracia necesita que se crea a pie juntillas en la importancia decisiva de los actos electorales como elemento central para dirimir el disenso político y que las formas y procedimientos que conllevan esos actos electorales sean absolutamente creíbles. No hay credibilidad en los actos electorales si no hay confianza absoluta en la máxima autoridad de la justicia electoral. Tan solo tres episodios en la casi centenaria vida de la Corte generaron fuerte polémica, uno sin duda un verdadero exabrupto cortesano al final de terrismo (1938) y otros dos muy ríspidos y mucho menos cuestionables de lo que los cuestionadores creen en su fuero íntimo, con una honesta visión parcial

p>Aquí es donde es singular la obra de Urruty, apegado a un formalismo rígido, sobre la base de que más vale pecar por formalista que por discrecional. Y gran cultivador de las tradiciones de un organismo cuyo parsimonioso accionar fue determinante para ese otorgamiento de garantías. Su apego a la democracia y a la importancia singular. Sobre sus concepciones, este autor tiene sus discrepancias, la más fuerte de todas -que originó muchas discusiones personales- respecto al concepto de nacionalidad y ciudadanía y a sus efectos sobre los ciudadanos por “jus sanguinis”. También alguna otra: en medio de una coincidencia sustantiva sobre el alcance del segundo párrafo del artículo 88 de la Constitución (que prohíbe una imposible “acumulación por identidad)”, la divergencia sobre si corresponde o no a la Corte la interpretación de la norma en sentido contrario a la creencia de sus impulsores. Quizás ambas cosas sean pecata minuta en el mar de coincidencias sobre un régimen electoral (entendido como el conjunto de normas de organización, procedimientos y garantías del sufragio) y un sistema electoral (entendido como la traducción de votos en decisiones y cargos) de los más sofisticados y perfeccionados del orbe, que con pocas modificaciones cuentan con vida casi centenaria.

Se fue de este mundo con el dolor de ver que algunos actores políticos, en la reelección de miembros del organismo, privilegiaron la cuotificación sectorial a la capacidad técnica. Y también con el dolor de oír –él, que exaltó la imparcialidad como un apostolado de su vida- que por primera vez la Corte Electoral iba a ser presidida por alguien verdaderamente imparcial. Son las ingratitudes que la vida otorga.

Dos apuntes finales. Secretario letrado en momentos de la intervención de la Corte Electoral por la dictadura (cargo de carrera ocupado desde un par de elecciones antes del golpe de Estado), rechazó ser designado presidente interventor por el gobierno militar; solo aceptó integrar la Corte y luego presidirla en democracia y por mandato de la Asamblea General. Cuando el plebiscito constitucional de 1980, en medio de ese dictadura, donde se plebiscitaba un texto de institucionalización de la tutela militar, fue decisivo en convencer a la Corte interventora (presidida de manera excepcional y garantista por Nicolás Storace Arrosa) y a los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, de la necesidad del cumplimiento de todos y cada uno de los recaudos exigidos en la Ley de Elecciones, incluido el labrado de la Cuarta Acta y su entrega fuera de la urna a las juntas electorales y a terceros. Este detalle, difícil de explicar en pocas palabras, significa una cosa: si la Cuarta Acta, que es la que recoge el conteo de los votos, está por fuera de la urna y entregada además a terceros, aunque desaparezcan las urnas no se puede manipular el resultado electoral.

Estas líneas sin duda no son un análisis, sino un homenaje y una despedida.


1 Catedrático de Sistema Electoral de la Universidad de la República, Facultad de Ciencias Sociales. Carlos Urruty integró los dos tribunales de concurso en que este autor fue nombrado primero catedrático interino y luego definitivo.