07 Nov. 2010

Lo que el pueblo decida

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Está en proceso la sanción definitiva por el Senado de una ley que deja sin efecto la Ley de Caducidad, cuya vigencia fue confirmada por un plebiscito constitucional el 25 de octubre del año pasado y cuya derogación sería dispuesta por una Legislatura elegida simultáneamente con dicho plebiscito[...]

Está en proceso la sanción definitiva por el Senado de una ley que deja sin efecto la Ley de Caducidad, cuya vigencia fue confirmada por un plebiscito constitucional el 25 de octubre del año pasado y cuya derogación sería dispuesta por una Legislatura elegida simultáneamente con dicho plebiscito. En esencia esto es lo que está en marcha. La izquierda está frente a un punto de quiebre en su concepción de que es el pueblo quien debe decidir en forma superior, lo cual implica una valoración de la democracia directa que queda por encima de la democracia representativa. En forma derivada, está o puede estar frente a un cambio desde su vieja concepción de la soberanía del Pueblo hacia el concepto de soberanía de la Nación. También la izquierda y el país están en un punto decisivo en lo que se ha llamado el valor sagrado otorgado por los uruguayos al dictamen de las urnas. Estos son los temas esenciales en juego y los dilemas que debe afrontar y compatibilizar la izquierda en general o el Frente Amplio en particular.

Hay otros puntos que no se abordan ahora, como el ámbito y alcance de la inconstitucionalidad de las leyes, la relación entre tratados internacionales y Constitución, cuándo la soberanía se impone por sobre todo lo demás, la contradicción en materia de reforma constitucional entre el principio de la mayoría absoluta y el de los dos tercios.

A título de exposición sintética se enuncian tres temas:

El primero es el de la democracia directa, sus límites y alcances sustantivos. El punto es si todos los temas pueden ser sometidos a la decisión directa de la ciudadanía, el pueblo o el Cuerpo Electoral, o hay algunos temas que escapan a la democracia directa. La norma constitucional que instituye el referéndum derogatorio impide el uso del instituto contra las normas que establezcan tributos o sean de iniciativa privativa del Poder Ejecutivo; no hay limitación alguna en materia de amnistía o formas similares. En principio, eso es todo lo que surge del derecho positivo. No hay límites específicos en materia plebiscitaria constitucional.

Los defensores de la nueva iniciativa argumentan que hay temas no plebiscitables, como por ejemplo, la pena de muerte o la violación de los derechos humanos. Décadas atrás, diversos constitucionalistas sostenían que los artículos de la Carta Magna 2° y 3° son inmodificables, porque disponen que “Ella (la República) es y será para siempre libre e independiente de todo poder extranjero” y “Jamás será patrimonio de persona o familia alguna”. El artículo 2°es interesante, porque de no poder ser modificado, deja dudas sobre las posibilidades de avanzar en procesos de unión política, como lo hicieron los países de la Unión Europea.

Pero si hay normas que no pueden ser modificables jamás o que deben regir siempre, qué pasa si por los procedimientos debidamente admitidos se modifican esos artículos. Quién es la autoridad que está por encima de la decisión popular para decirle “esto usted no lo puede hacer”. Porque normalmente las limitaciones para ser claras se establecen procesalmente: se otorga a un cuerpo de jueces la decisión de fallar sobre dudas sustantivas, se dispone una mayoría especial para su aprobación. No existe hoy limitación objetiva alguna en la Constitución vigente.

Como segundo punto, o más exactamente como desarrollo del anterior, reaparece la vieja contraposición entre “soberanía del Pueblo” y “soberanía de la Nación”, que en los albores de la Revolución Francesa enfrentó a los representantes de París con los representantes de las provincias. La soberanía del Pueblo es muy fácil de interpretar, siempre que se establezca una determinación específica del concepto de Pueblo (vale decir, del universo electoral), procedimientos claros y órganos jurisdiccionales inequívocos. La soberanía de la Nación en cambio significa que hay determinados elementos que son parte esencial de la Nación y que no pueden ser modificados por el Pueblo, como por ejemplo, para seguir en la temática abordada, la protección de determinados derechos. Pero entonces surge el problema de quién es el que decide cuándo la soberanía de la Nación limita al Pueblo, en qué casos, cuándo y cómo. Quiénes son los jueces y dónde están por encima de la soberanía popular, jueces que pudieren decirlo al 99% de ese pueblo (a todos menos los propios jueces) que no pueden decidir en contra de la voluntad de los jueces. O en cambio se propone – lo que no está planteado y no está hoy en la Constitución – que haya un conjunto de temas cuya modificación requiera de mayorías especialísimas, que pueden ir desde los dos tercios a los nueve décimos.

Lo que no hay duda en materia de derechos humanos, contra el enunciado inicial de la nueva iniciativa, es que esos delitos pueden ser amnistiados o indultados, porque la Carta Magna no establece limitación alguna a ambos institutos. Otra cosa es si la Ley de Caducidad, que jurídicamente es un instrumento asaz desprolijo, es una ley de amnistía (como debieron haber hecho los que pretendieron ese efecto) o no lo es.

Un tercer tema es cuáles son los efectos temporales de una decisión de democracia directa. En materia de legislación mediante democracia representativa, el criterio en determinadas circunstancias es que un proyecto desechado no pueda ser presentado hasta la siguiente Legislatura. Es un criterio. En materia de democracia directa lo único que existe es lo que se puede denominar el “precedente Lacalle”. En el segundo referendo nacional de la historia, el gobierno es derrotado al ser derogada la Ley de Empresas Públicas; el presidente Lacalle tuvo dos años por delante, consideró que primaba el pronunciamiento popular y no insistió en el camino impulsado. No dijo por cuánto tiempo el tema era inmodificable, pero consideró que durante su gestión debía acatarse la decisión de la democracia directa. Y no hubo posteriores iniciativas en la materia. Durante el gobierno Batlle, cuando en 2002 se intentó cambiar parte de la decisión referendaria de 1992, la izquierda sostuvo que se desconocía el pronunciamiento popular, con lo que dio a la decisión plebiscitaria una duración de al menos una década o de tres legislaturas (la que ocurrió la decisión y las dos siguientes). Los partidos tradicionales sostuvieron en cambio la potestad de legislar en contra de la decisión plebiscitaria (con lo que ahora tienen allí un flanco) y asumieron la derrota por walk-over cuando se juntaron las firmas para llevar esta nueva ley a referendo. Pero cuando el gobierno Batlle es derrotado en el referendo de 2003 con la Ley de Asociación de Ancap, Batlle aplicó el “Precedente Lacalle” y archivó el tema.

Lo singular aquí es que la Legislatura que afectaría la vigencia de la Ley de Caducidad fue elegida en forma simultánea con el plebiscito que decidió mantener plenamente vigente la Ley de Caducidad. Aquí sí, parece muy difícil sostener que el límite temporal para la vigencia de la decisión plebiscitaria es el tiempo que tarda la Corte Electoral en proclamar a los nuevos legisladores. En una interpretación bona fide de las reglas de la poliarquía, parecería que la decisión plebiscitaria no puede ser anulada por órganos representativos elegidos concomitantemente, salvo que aparezca alguna argumentación contundente al respecto, que no ha aparecido.

De todo ello surge el problema de cómo conjugar la democracia directa con la democracia representativa, debate poco realizado en el país1.


1 Primera nota de una mini-serie