21 Nov. 2010

De soberanía, mayoría y consenso

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Hace medio siglo el derecho era muy sencillo, al menos en este pequeño confín del mundo: predominaba a rajatabla la concepción positivista y formalista del Derecho Romano, el jusnaturalismo se concebía más como algo complementario a los vacíos de las normas positivas que como sustitutivo de las mismas, la jurisdicción penal era asaz de sencilla al imponerse como criterio casi único el fuero territorial[...]

Hace medio siglo el derecho era muy sencillo, al menos en este pequeño confín del mundo: predominaba a rajatabla la concepción positivista y formalista del Derecho Romano, el jusnaturalismo se concebía más como algo complementario a los vacíos de las normas positivas que como sustitutivo de las mismas, la jurisdicción penal era asaz de sencilla al imponerse como criterio casi único el fuero territorial, la cumbre de la pirámide normativa la coronaba en forma única la Constitución de la República, con la cual no competían ni derechos naturales ni tratados internacionales. Desde hace treinta años se asiste a un verdadero terremoto jurídico con los cambios doctrinarios y jurisprudenciales, el avance sobre la romanidad jurídica de los principios y la praxis del derecho sajón, un avance también del jusnaturalismo y las crecientes colisiones entre constitución y tratados internacionales.

Además de los cambios doctrinarios y jurisprudenciales, que no son unánimes sino que generan fuertes controversias, el poder político ha avanzado en las últimas décadas con mucha rapidez en la ratificación de tratados internacionales, sin detenerse a considerar el grado de constitucionalidad de muchas obligaciones que adquiere la República en dichos tratados o los conflictos entre la norma constitucional y la obligación internacional. Va de suyo que si un convenio internacional colide con preceptos constitucionales, caben dos caminos: no suscribir o no ratificar el convenio, o modificar la Constitución; en cambio, se ha ido por un tercer camino, como suscribir y ratificar los tratados internacionales y no modificar la Constitución, para deleite de todos aquellos que pueden dedicar las horas a pensar y discutir cómo compatibilizar lo difícilmente compatibilizable. No hace mucho, catorce años atrás, se modificó el texto constitucional, no solo en lo electoral sino en materias tan ajenas a ello como la descentralización o los recursos ante el Tribunal de lo Contencioso Administrativo; pudo haberse avanzado algo más en el tema de las eventuales colisiones entre normas constitucionales y compromisos jurídicos internacionales, lo que no se hizo.

Algunos países van por el camino de otorgar a los tratados internacionales la misma jerarquía de las normas constitucionales. Uruguay está impedido de ir por esa interpretación -hasta tanto se modifique la Constitución- por razones de forma que suponen razones sustantivas en materia de titularidad de la soberanía: la Constitución de la República solo es modificable por decisión en última instancia del Cuerpo Electoral Ciudadano Nacional, vale decir, por el conjunto de ciudadanos (excluidos los electores no ciudadanos) en pleno ejercicio de la ciudadanía inscriptos en la Sección Habilitados para Votar del Registro Cívico Nacional. Ese es el único órgano que puede modificar la Constitución y, por ende, puede dar rango constitucional a cualquier norma, emanase de donde emanase, de fuente puramente nacional o de obligaciones internacionales. Dicho en criollo: sin plebiscito, ninguna norma de derecho positivo tiene rango constitucional.

Otro tema que se ata por el rabo es la contradicción de lógica constitucional entre el principio del consenso y el principio de la decisión mayoritaria, que surge a partir de la Carta Magna de 1934. Allí se apeló al principio del consenso para la determinación de las reglas básicas de juego, vale decir, la organización del Estado, la definición de sus principios fundamentales y las reglas electorales y de ciudadanía que constituyen las bases de aplicación de la soberanía. El consenso expresado por la regla universalmente prevalente de los dos tercios del total de componentes del órgano, adoptada hace circa mil años a título de ficción de la unanimitas y como aceptación del fin de la unanimidad efectiva. El fundamento básico es que medio voto más de la mitad no puede imponer las reglas sustanciales de organización, el ejercicio de la soberanía y los principios fundamentales a la otra mitad menos medio voto. Cuando la Iglesia Católica adopta los dos tercios para las decisiones de concilios y colegios supremos, lo hace para no repetir la historia de la adopción de decisiones mayoritarias que condujeron a cismas. Al menos, que las dos terceras partes le impongan algo al tercio restante (lo cual también puede discutirse si en realidad ello implica consenso, o cabe avanzar hacia mayorías aún más calificadas). Hasta aquí todo claro.

Pero en forma simultánea con avanzar por el sistema de la consensualidad, abrió otros cuatro caminos con fundamento básico opuesto, es decir, donde se puede imponer la decisión por simple mayoría (la mitad del total más medio voto). Tres de estos caminos desembocan en un acto plebiscitario donde decide la simple mayoría absoluta de la ciudadanía en ejercicio y que se diferencian entre sí en función de la iniciativa: si es por dos quintos de los parlamentarios, por la décima parte de la ciudadanía en ejercicio o por la simple mayoría de los legisladores (éste, como de complemento del camino anterior). La cuarta vía es algo más compleja e implica elecciones de una Convención Nacional Constituyente, que decide por mayoría común, y luego un acto plebiscitario donde se decide también por simple mayoría. Cualquiera de estos cuatro caminos suponen una lógica opuesta a la búsqueda del consenso o, más estrictamente, de una mayoría cualificada.

La historia reciente demuestra la existencia de varias e importantes reformas constitucionales por mayorías muy lejos de la pretensión consensual, como imposición de una apenas mayoría sobre una apenas minoría. También este mecanismo ha significado la creación de verdaderos referendos legislativos de aprobación (no previstos en la Carta Magna), como fueron los casos de las dos reformas constitucionales relativas al tema de las jubilaciones y pensiones, o la que dispone la estatización del agua y su distribución.

Otro tema significativo es que la búsqueda de la consensualidad, donde opera, lo es estrictamente en el terreno de los actores políticos, de los representantes, y no de la ciudadanía. Una ley de reforma constitucional requiere de la aprobación de los dos tercios de cada cámara, pero su ratificación no requiere de los dos tercios de la ciudadanía. Basta observar que la última reforma constitucional se aprobó con el apoyo de tan solo el 50,5% de la ciudadanía1


1 Tercera y última nota de una mini-serie. Ver como antecedentes: “Lo que el pueblo decida” y “Sobre la pacífica aceptación del voto”, El Observador, domingos 7 y 14 de noviembre de 2010.