El Observador
La democracia, así a secas, ha sido o sigue siendo considerado el mejor modelo político. Especialmente cuando esa palabra se aplica al concepto de democracia liberal y más puramente a lo que el politólogo norteamericano Roberto Dahl llamó “la poliarquía”. El concepto de poliarquía permite ser más claro, definir qué contiene y qué no contiene un régimen de tales características, y además sale del plano de las palabras virtuosas y las palabras malignas, porque hoy decir que algo no es democrático es decir que no es virtuoso.
La democracia, así a secas, ha sido o sigue siendo considerado el mejor modelo político. Especialmente cuando esa palabra se aplica al concepto de democracia liberal y más puramente a lo que el politólogo norteamericano Roberto Dahl llamó “la poliarquía”. El concepto de poliarquía permite ser más claro, definir qué contiene y qué no contiene un régimen de tales características, y además sale del plano de las palabras virtuosas y las palabras malignas, porque hoy decir que algo no es democrático es decir que no es virtuoso. Sin duda la discusión no se agota en la poliarquía, porque hay que considerar si además de los elementos propiamente políticos no es necesario adicionar la dimensión social o económica o cultural.
Las poliarquías plenas, consolidadas, que en el mundo no pasan mucho de una veintena, y en su clasificación más rigurosa, no superan una docena, se basan en partidos políticos fuertes, con alta estabilidad en las adhesiones y pertenencias duras. Son pues, lo que se denomina “democracias de partido”. Esos sistemas requieren de una alta confianza de los ciudadanos y, a la inversa, partidos y políticos deben otorgar una gran confiabilidad a los ciudadanos. Los partidos en conjunto, al conjunto de los ciudadanos; cada partido, a sus propios seguidores. Las democracias de partido por excelencia, en poliarquía plena, han sido Europa Occidental, Costa Rica, Israel, Japón y Uruguay.
El pasado domingo (mayo 25) se votó en 28 países para elegir a los 751 miembros del Parlamento Europeo. Lo que se observó en general es la acentuación de la baja participación. Pero además el castigo generalizado a los sujetos centrales del sistema de partidos. Donde corresponde analizar el funcionamiento de lo que han sido sólidas y prolongadas democracias de partido es en Europa Occidental. En España, los dos grandes partidos (el Partido Popular y el Socialista Obrero Español) en conjunto estuvieron por debajo del 50% de los votos, en una elección en que participó tan solo el 45% de los ciudadanos; ergo, estuvieron por debajo de la cuarta parte del electorado. En el Reino Unido el primer partido lo fue el United Kingdom Independent Party, partido antieuropeo, que derrotó a los tres grandes partidos y además por primera vez en elecciones europeas dejó al partido de la oposición en segundo lugar y lo más resonante, dejó a los dos partidos de gobierno en tercer y cuarto lugar. En Francia el primer lugar lo obtuvo el partido de extrema derecha Fronte National de Marine Le Pen. En Grecia el primer lugar fue para la izquierda izquierda referenciada en Tsipras, con propuestas de oposición al actual modelo de conducción europea.
Merece mayor detenimiento el caso de Italia, dado el gran festejo del gobierno por el respaldo obtenido por los ciudadanos. En un juego de magia, el gobierno habló de porcentajes sobre votos válidos y no de votos; habló de los votos recibidos por el Partito Democratico y no por el oficialismo, ya que es evidente que los socios minoritarios de centro y centro izquierda del PD se vaciaron en favor del socio mayoritario. Entonces, celebraron el haber superado la barrera del 40%. Lo cual es considerado un respaldo al manejo fuerte del jefe de Estado y exaltado además por los manejadores de los mercados financieros. En realidad el oficialismo, el PD y sus socios, perdió más de 600 mil votos. Esos votos fueron menos que el muy magro resultado de las elecciones de febrero de 2013. Sobre el electorado normal de Italia (el que vota habitualmente en las elecciones políticas), el oficialismo sigue representando un poco más o un poco menos de un tercio. Fue derrotado por la combinación del movimiento protestatario de Beppe Grillo (que recoge más de la quinta parte de los votantes) y por la protesta efectiva de la abstención. Sin considerar que el oficialismo, sumados sus asociados de centro derecha, alcanzó el 44,4% de los votos válidos, contra 55,6% de la oposición. Fue pues un nuevo golpe de la ciudadanía de descreimiento en sus dirigentes, disfrazado en el hábil manejo de los porcentajes.
Corresponde matizar los juicios sobre democrracias de partido, en cuanto a que Francia tiene una arquitectura sistémica muy lábil e inestable, al menos desde hace 15 a 20 años. Italia sufrió la implosión del sistema con la caída de la Primera República y nunca logró consolidar un nuevo sistema. En cambio el Reino Unido y España conservan sistemas que hasta el domingo pasado eran considerados muy sólidos.
El fenomenal descontento de los ciudadanos europeos es con Bruselas, es decir, con el centro de decisiones de la Unión Europea, que en realidad se traduce en un formidable enojo a la conjunción de poder de Alemania y el Banco Central Europeo, y detrás suyo del Fondo Monetario Internacional, los cuales en conjunto imponen a los demás países medidas de extremo rigor. Y han logrado poner como unidad de medida de la virtud o el pecado de los gobierno, al spread de la deuda soberana o a las subas y bajas en las bolsas.
Los opositores, los triunfadores del domingo, oponen como indicadores de virtud o pecado a la desocupación, los niveles salariales y pensionarios, el desarrollo de la economía productiva. Son dos visiones opuestas. En Alemania sus ciudadanos respaldaron al sistema de partidos, lo cual es coherente a la luz de que ese sistema de partidos y ese gobierno, son los que dictan las reglas a Europa y los que levantan el enojo mayoritario de los ciudadanos europeos.
Además de enojo, Europa recoge impotencia. Es que se está generalizando en el mundo occidental la idea de que los gobiernos no le cambian la vida al simple individuo, ya que la globalización en el mundo o Bruselas en la UE, o ambas cosas en la UE, hacen ver que los gobiernos cada vez son más tomadores de decisiones ajenas, las que no pueden cambiar.