El Observador
Las palabras popular, popularista, populista (que son las traducciones de popularium según la época y el lugar) aparecen en forma reiterada a lo largo de estos casi 21 siglos (para ser exactos, en estos 2.087 años). Siempre se usan en forma peyorativa y siempre se acompañan del vaticinio de un futuro negro. Siempre el vaticinio es expresado por los que resultarían perdedores de aplicarse las propuestas. Pasó también en la Revolución Francesa.
Hace 2.087 años que Cicerón estigmatizó las propuestas popularistas.
El quid se remonta al año 687 en el calendario romano, contado desde la fecha supuesta de fundación de Roma, que equivale al año 66 a.c. del calendario cristiano. Roma es el epicentro del mundo, con instituciones muy refinadas y una lucha política, social y económica en términos dicotómicos y excluyentes, o para decirlo en términos de moda, vivía “una grieta”. Ese año es clave, pues con la elección del consulado se dirime el juego de poderes entre dos facciones.
De un lado se encontraban los patricios (la palabra quiere decir “descendientes de los fundadores de Roma”, “padres de la patria”), caracterizados por la tenencia de las riquezas, el dominio de la tierra y de su producción, el manejo de lo que hoy se llamaría las instituciones de crédito, es decir, el prestar a un muy alto interés, lo que las malas lenguas llaman despectivamente “los usureros”. La facción patricia se expresaba a través de un joven abogado, brillante orador, hábil político, defensor de los prestadores de dinero y de los terratenientes. Su nombre: Marco Tulio Cicerón.
Enfrente se encontraba la facción popular, la factio popularium, representada por Lucio Sergio Catilina, buen político, escritor, que fuera protegido político del todopoderoso Lucio Cornelio Sila. Pero lo más importante, heredero de la obra de los hermanos Sempronio Graco (Tiberio y Cayo), y sostenido por una estrella en ascenso: Cayo Julio César.
El programa de la Factio Popularium se expresó en tres grandes propuestas:
Uno. Redistribución de la tierra. Redistribuir supone que alguien gana y alguien pierde. Quién gana: los legionarios que recibieron la promesa de al retornar de sus largas campañas, recibir un pedazo de tierra para constituir y sostener una familia. Quién pierde: el patriciado terrateniente, al que se acusa de ser ineficiente, pues producían poco y mal con la obtención –por la extensión de sus tierras- de grandes beneficios. La reforma agraria pretendía retribuir a los soldados, incentivar a los hombres a ir a la lucha, buscar mayor equilibrio social y hacer más productiva la tierra. Ya Sila había hecho una primera redistribución, que había quedado muy corta.
Dos. Condonación de las deudas. Un duro golpe al patriciado prestamista (hoy se diría a las instituciones de intermediación financiera) y un formidable alivio a la burguesía, la pequeña burguesía y las clases bajas asfixiadas por las deudas y los intereses.
Tres. Participación popular. El sistema electoral de Roma restringía mucho el acceso a los plenos derechos de la ciudadanía, lo cual facilitaba el control de las elecciones por parte del patriciado.
La lectura de los tres puntos del programa de la Factio Popularium hace pensar que no hay nada nuevo bajo el sol, salvo que hoy no es necesario grabar los slogans en piedra y difundirlos en el Foro a viva voz. Pero la elección tiene otras dos características, es la primera en que se realiza una campaña electoral programada y diseñada (o al menos es el documento más antiguo encontrado al respecto), diseñada por Quinto Tulio Cicerón (hermano del candidato) y documentado en la obra “Commentariolum Petitionis”. Y es la primera en que se logra certificar la existencia de un slogan: “Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?” (¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?). Los cuatro discursos de Cicerón, con el uso constante de ese latiguillo, serán recogidos en el folleto de propaganda electoral más antiguo que se conozca, publicado bajo el título de “Catilinarias”. Como se observa en ellas, usa acusaciones que en términos modernos se traducirían como incitación al despilfarro y regalar a la gente lo que no le corresponde y se le quita a otros. Lo relevante de las Catilinarias es ver que lo popularium per se es considerado sinónimo de demagogia y despilfarro; que los tres puntos atentan contra el derecho de propiedad, el respeto a los contratos y la prudencia en el manejo ciudadano.
Lo que Cicerón no preguntó –la pregunta necesitaría esperar varios siglos- es de dónde vienen los recursos, porque estaba dicho en negro sobre blanco: de lo que se quitaba a los terratenientes y a los usureros.
En la elección vence Cicerón, según los popularium por fraude y corrupción, convicción que llevará luego a Catilina a su chapucero coup de force, que quedó en la historia como “La conjura de Catilina”. Pasarán 17 años hasta que Julio César cruza el Rubicón (49 a.c.), pronuncia esa frase de la que nadie encontró la grabación (“Alea jacta est”, es decir “La suerte está echada”), asume el poder absoluto y lleva a cabo los tres puntos del programa: hace una impresionante redistribución de las tierras, condona todas las deudas (con lo que da un golpe de gracia al patriciado prestamista) y tras cartón amplía los derechos ciudadanos, la participación popular.
Cicerón formuló un pronóstico como espantajo contra las propuestas popularistas: si esas reformas se llevaban adelante, solo cabía esperar un futuro trágico para Roma. Bueno, Marco Tulio fue un gran orador, Quinto Tulio un gran publicista, pero si lo que dijeron no solo fue un ardid de campaña y en cambio expresaron una creencia sincera, su vaticinio no fue muy acertado: a partir del año 49 a.c. se llevan adelante las reformas y comienza el formidable despegue de Roma, que alcanzará su apogeo con el sucesor de César, Cayo Julio César Octaviano, Augusto.
Las palabras popular, popularista, populista (que son las traducciones de popularium según la época y el lugar) aparecen en forma reiterada a lo largo de estos casi 21 siglos (para ser exactos, en estos 2.087 años). Siempre se usan en forma peyorativa y siempre se acompañan del vaticinio de un futuro negro. Siempre el vaticinio es expresado por los que resultarían perdedores de aplicarse las propuestas. Pasó también en la Revolución Francesa.