El Observador
Hay una asignatura pendiente de realizar análisis serios, fríos, desapasionados, con perspectiva histórica, sin pretensión de juzgar y condenar, sobre cómo es que se caminó hacia la ruptura institucional. La gran pregunta sin contestar es cómo una sociedad que se veía a sí misma como democrática, liberal, tolerante, moderada y respetuosa del derecho, del Estado de Derecho y de los derechos de las personas, pudo caer en la violencia, la quiebra institucional, la violación sistemática de los derechos humanos.
Sigue pendiente analizar qué condujo al golpe de Estado hace 48 años.
Hace casi medio siglo, exactamente 48 años, en la madrugada del 27 de junio de 1973 se consumó el golpe de Estado, concretado desde el punto de vista formal en un decreto del Poder Ejecutivo de disolución de las cámaras legislativas. Hay mucho material y discusión sobre lo sucedido a posteriori, durante los casi 12 años de lo que en la terminología moderna se denomina dictadura. Hay algo, no demasiado, sobre el proceso de salida de esa situación. Pero falta mucha reflexión y análisis sobre lo previo, que en definitiva es responder a la pregunta de por qué se llegó a lo que se llegó.
Hay una asignatura pendiente de realizar análisis serios, fríos, desapasionados, con perspectiva histórica, sin pretensión de juzgar y condenar, sobre cómo es que se caminó hacia la ruptura institucional. La gran pregunta sin contestar es cómo una sociedad que se veía a sí misma como democrática, liberal, tolerante, moderada y respetuosa del derecho, del Estado de Derecho y de los derechos de las personas, pudo caer en la violencia, la quiebra institucional, la violación sistemática de los derechos humanos. Cómo esta sociedad que se percibía a sí misma como dueña de sus destinos mediante la acción política y el voto, pudo contener grupos de relativa significación que concibieron el cambio de las cosas mediante las armas. Hay un deber histórico de encontrar los por qué, mucho más si se cree que los pueblos que no comprenden su historia quedan condenados a repetirla, más tarde o más temprano, de la misma forma o de forma completamente diferente.
En una lectura romántica y simplista de la historia se va hacia descripciones de la realidad muy elementales, como por ejemplo que el nazismo y el holocausto fueron exclusivamente producto de un demente que logró hipnotizar a todo un pueblo, a millones de personas. O que los golpes de Estado son el producto de un puñado de militares ambiciosos o fanáticos, asociados con algún civil no menos fanático. Si algo de eso hubo, y pudo haberlo o pudo no haberlo, es secundario. Lo principal es tener en cuenta que un sistema institucional solo se quiebra si está carcomido, y queda carcomido cuando descaece la confianza en el sistema política y además hay serias frustraciones económicas.
No debe olvidarse nunca que Uruguay termina su larga línea de optimismo, su fuerte confianza en sí mismo, hacia la mitad de los años cincuenta del siglo pasado. Muchos marcan 1955 como el año del punto de inflexión. Allí se terminó el ventajoso papel de proveedor de alimentos, vestimenta y calzado para los países en guerra. También crujió el Imperio Británico, en cuya órbita giró el país que –al decir de Eric Hobsbawm- funcionó como uno de sus dos “dominios” honorarios. De allí en adelante el país, la sociedad en su conjunto, la gran mayoría de los individuos, no hicieron otra cosa que caer.
Primero se creyó que el fin del cuasi centenario ciclo colorado abría las puertas al futuro con la llegada al poder del eterno contrincante: el Partido Nacional. Pero apenas pasados dos gobiernos blancos, apareció una nueva la frustración. Las élites uruguayas no atinaron a encontrar el diagnóstico; ni políticos, ni empresarios, ni sindicalistas. Las dirigencias políticas creyeron que el remedio lo era la reforma constitucional, la sustitución de un gobierno pluripersonal (colegiado) por un gobierno con un presidente de la República. Que la crisis estaba en la forma de estructurar el Poder Ejecutivo y de tomar las decisiones. La vida barrió esas ilusiones.
También al despuntar los años sesenta comenzaron a fermentar dos corrientes que tuvieron en común el descreimiento en la poliarquía, en la acción de los partidos políticos y en el voto. Una de esas corrientes creyó que la crisis era producto exclusivamente del sistema capitalista, que ese sistema no tenía forma de sustituirse por los medios político electorales y el cambio solo lo podía producir la lucha armada. La corriente opuesta fue también por el camino de las armas, pero en este caso por las ya existentes en manos de las instituciones estatales: la esperanza puesta en el golpe militar.
No hay evidencias empíricas del sentir de la opinión pública. No hay estudios ni cuantitativos ni cualitativos con rigor científico. Pero todos los relatos, lo que se percibe en la prensa, en los debates parlamentarios, en las movilizaciones callejeras, es el crecimiento del descreimiento en los políticos, en los partidos y en la política.
La guerrilla es vencida con mucha rapidez apenas entrada en escena las Fuerzas Armadas, por métodos controversiales. El ascenso militar es lento, pero tiene una serie de mojones, en que se destaca la aplicación continua del instituto de las Medidas Prontas de Seguridad (desde junio de 1968), el otorgamiento de la conducción de la lucha antisubversiva (setiembre de 1971), la declaración del Estado de Guerra Interno (abril de 1972), la reiterada suspensión de la seguridad individual (desde abril de 1972), la Ley de Seguridad del Estado (que legalizó la actuación de la Justicia Militar en el juzgamiento de civiles fuera de tiempo de guerra) y el condicionamiento militar al gobierno constitucional (febrero de 1973). El 27 de junio no llega ni de repente ni de sorpresa. Más bien fue la crónica de una muerte anunciada.
No debe olvidarse que las Medidas Prontas de Seguridad contaron siempre con el respaldo de la mayoría parlamentaria, y en el momento de su implantación con el apoyo de más del 90% de los parlamentarios. Que la suspensión de la seguridad individual, la declaración del Estado de Guerra Interno y la Ley de Seguridad del Estado contaron con el apoyo de los cuatro quintos del Parlamento. Tampoco cabe olvidar que el alzamiento militar que tiene como fecha icónica el 9 de febrero de 1973, y en especial los comunicados números 4 y 7 de ese día, generaron esperanza y credibilidad en importantes sectores de la sociedad, opuestos a todas las medidas enunciadas anteriormente.
Cuando un sistema político fracasa, fracasa.