El Observador
Para conducir una coalición se necesita dedicar muchas horas de zurcir y bordar, de hablar con uno y con otro, de practicar el diálogo en forma permanente, de entender al otro, a cada otro, de tener la habilidad de transar, de respetar a cada uno. Una coalición funciona cuando su conductor no busca la imposición sino el entendimiento a través de la síntesis. La mayor capacidad de un conductor lo es la visión estratégica, la capacidad de diálogo, la flexibilidad y la paciencia.
Una historia italiana sobre el imaginario frustrado del bipartidismo
En 1993 cae la Primera República italiana, basada en el pluripartidismo, gobernada durante casi medio siglo por un partido dominante coaligado con tres o cuatro partidos auxiliares. Surge luego la Segunda República y con ella nace el imaginario de un modelo bipolar a la usanza sajona. La sofisticada política italiana se harta de sí misma y busca un modelo sencillo, elemental: dos partidos, y si esos dos partidos no son posibles, dos polos, dos bloques. El país de Niccolò dei Machiavelli y el pensamiento filigranático fiorentino busca el esquematismo simple del mundo sajón, y en particular el de los Estados Unidos de América, el modelo binario: lo que no es blanco es negro y lo que no es negro solo puede ser blanco. Así de sencillo, sin complicaciones. Cada uno por sí mismo, sin socios molestos.
Una cosa es el deseo y otra la realidad. Italia es una sociedad de pensamiento plural, matizado, con el cruce de diversos ejes conceptuales. De donde, no hay condiciones para empezar con un modelo de dos partidos; entonces hay que ir a dos bloques, al bibloquismo, del uno contra otro, pero no en partidos sino en conjuntos. Surge asimismo la dificultad de comprimir la realidad en dos bloques sólidos, por eso devienen en polos cambiantes elección tras elección, tanto en su constitución como en su denominación. Lo único constante es el imaginario binario, del bibloquismo.
En las elecciones de la primavera boreal de 2006 se enfrentan por fin dos grandes bloques, dos polos, hay solo dos y nada más que dos grandes contendientes: el centro izquierda L’Unione (candidatura Romano Prodi) y el centro derecha La Casa delle Libertà (candidatura Silvio Berlusconi) Triunfa el centro izquierda por la esmirriada diferencia del 0,2 por ciento. Y viene una primera lección: pasado el susto inicial de la noche del lunes 6 de abril, a pocos días se olvida el susto, la esmirriada diferencia, y pasan a creerse dueños y señores del poder. Un despegue de la realidad que deviene en una de las causas para que pasase lo que pasó.
L’Unione fue una coalición muy amplia, de una docena de partidos y movimientos, cuyos dos principales pilares lo fueron los poscomunistas de Democratici di Sinistra (DS) y La Margherita, conjunción de los herederos del centro izquierda demócrata cristiano y algunos liberales. El eje DS-Margherita funcionó de manera fluida, cada vez con mayor sintonía y aproximación.
Pero debieron convivir con un tercer pilar, Rifondazione Comunista (RC). Situado en el gobierno pero por fuera del epicentro del gobierno, actuando en base a convicciones propias y sentido por los dos partidos dominantes como un cuerpo extraño. Para DS y Margherita ese tercer socio devino en un bicho molesto, por el momento necesario, imprescindible, pero insoportable. El sueño confeso de más de uno fue terminar lo antes posible con ese aliado incómodo.
La necesidad forzosa del bibloquismo, la insoportabilidad de la alianza con un bicho molesto, el imaginario del bipartidismo como modelo ideal, todo ello llevó a la fusión al año siguiente de las dos fuerzas dominantes, la convergencia de DS y La Margherita en un solo partido: el Partito Democratico. Tras ese paso, L’Unione pasa a tener una arquitectura diferente: un solo partido dominante, una constelación de partidos y movimientos menores, y un socio significativo, imprescindible e indeseado, el bicho molesto.
Ese nuevo partido dominante se siente todopoderoso, con derecho a liberarse de las ataduras de la coalición, de los socios menores, pero sobre todo del bicho molesto. El 27 de junio de 2007, en la Sala Gialla del Lingotto de Torino, a las cinco de la tarde, el nuevo líder Walter Veltroni proclama la realización del sueño acariciado: “Vamos solos”. Y la coalición estalla.
Así salió a desafiar al bloque opuesto mano a mano, de igual a igual, uno contra otro. Al fin alcanzó el sueño de dos grandes partidos y solo dos. El 14 de abril del año siguiente (2008) el sueño se reveló un íncubo: el bloque opuesto, el guiado por Silvio Berlusconi, el desalojado del gobierno en la elección anterior, volvió al poder. Hubo ganado una coalición, perdió un partido en soledad.
Para Romano Prodi conducir una coalición de amplio espectro no fue nada fácil, pese a tener hábiles operadores políticos como el politólogo Arturo Parisi o el comunicador Riccardo Levi (casualmente nacido en Montevideo). Para ello se necesita dedicar muchas horas de zurcir y bordar, de hablar con uno y con otro, de practicar el diálogo en forma permanente, de entender al otro, a cada otro, de tener la habilidad de transar, de respetar a todos y a cada uno, mucho más al que tiene posturas y convicciones distintas. Una coalición por su propia esencia es la conjunción de grupos políticos con culturas y cosmovisiones diversas, que representan bases sociales diferenciadas e intereses diferentes y hasta opuestos. Porque una coalición funciona solo cuando encuentra la síntesis entre las culturas, las ideas y los respaldos ciudadanos de todos y de cada uno. Una coalición funciona cuando su conductor no busca la imposición sino el entendimiento a través de la síntesis. La mayor capacidad de un conductor lo es la visión estratégica, la capacidad de diálogo, la flexibilidad y la paciencia. Prodi demostró todas esas capacidades y las sufrió hasta en el propio cuerpo.
Walter Veltroni –su sucesor en el liderazgo político- pagó el precio del dinamismo propio de un hombre en torno a la cincuentena, de la soberbia que surge de una sobrevaloración de su propia fuerza, de un sobredimensionamiento del apoyo a sí mismo y a su proyecto. Rodolfo Brancoli en Fine Corsa lo retrató así: “Corre por sí solo. Solo en la campaña electoral, solo en el partido. Corre solo como el checoslovaco Emil Zatopek en la magnífica novela “Correr” de Jean Echenoz”
Como enseña Hegel, la historia se repite, y puede repetirse en un escenario diferente y distante.