20 Jun. 2010

La lucha por el poder, en lo real o lo simbólico

Oscar A. Bottinelli

El Observador

Como en aquellas adivinanzas adolescentes: ¿en qué se parecen las elecciones al Campeonato Mundial de Fútbol? En que son luchas por el poder, real o simbólico. Por el poder a través de la fuerza o del prestigio. La lucha por el poder existe desde antes de los albores de la humanidad, pues ya está presente en la vida en colectivo (en manadas, jaurías) de mamíferos superiores[...]

Como en aquellas adivinanzas adolescentes: ¿en qué se parecen las elecciones al Campeonato Mundial de Fútbol? En que son luchas por el poder, real o simbólico. Por el poder a través de la fuerza o del prestigio. La lucha por el poder existe desde antes de los albores de la humanidad, pues ya está presente en la vida en colectivo (en manadas, jaurías) de mamíferos superiores. Es la lucha del desafiante joven que disputa el cacicazgo al cacique viejo. Es la pelea de una horda o más modernamente una tribu, por dominar un espacio que le provee comida, abrigo o seguridad. En un refinamiento de esas etapas primitivas, la lucha colectiva de todo el conjunto se sustituyó por la lucha individual de los representantes de cada uno (los respectivos jefes o caciques), cuyo resultado obligaba al conjunto. En un paso más de refinamiento, la lucha bruta aparece sustituida por la competencia de los aspirantes en las habilidades más apreciadas por los componentes del colectivo: por ejemplo, la mayor habilidad en la caza o la lucha contra un animal poderoso. El vencedor obtiene un triunfo simbólico, es decir gana la competencia, y ese triunfo simbólico es el que otorga un triunfo real: el acatamiento de los demás, la consagración en la jefatura o el sometimiento del pueblo vencido. Las elecciones son el último paso dado por la humanidad en ese refinamiento (un paso muy largo, que va desde la vieja Grecia hasta nuestros días, con mayor o menor participación de gente) y parafraseando a Jorge Luis Borges son una consecuencia de la estadística: los más determinan a quien corresponde el poder, y los menos se someten a ese resultado.

El nacimiento de los juegos olímpicos en la antigüedad fue una forma de estructurar esa competencia en el plano simbólico. El renacimiento de los juegos olímpicos en la modernidad (al caer el siglo XIX) ocurre en el momento de consolidación del mundo de las naciones. Lo que hace el barón Pierre de Coubertin es recrear la lucha por el poder mediante la exhibición de habilidades y destrezas, cuyo resultado es el poder simbólico expresado en los premios olímpicos; pero es una lucha entre naciones y no solamente entre individuos, y esa lucha por el poder actúa como sucedáneo de la guerra. Pero los juegos olímpicos expresan además la floreciente competencia entre las naciones. De allí los uniformes con los colores patrios o de las respectivas casas reales, las banderas y los himnos. La simbología de los juegos olímpicos se traduce luego, al despuntar el siglo XX, o a lo largo de la primera mitad del siglo XX, en la competencia entre naciones en los más diversos deportes y juegos a través de los denominados campeonatos mundiales o campeonatos del mundo, o también bajo la denominación de olimpíadas o juegos: fútbol, rugby, básquetbol, ajedrez, natación, polo y todo aquello que signifique alguna competencia, hasta la pelota vasca en que participa apenas poco más de media docena de países (entre ellos, Uruguay).

Nada más claro que esa simbología de países que se enfrentan, que ver al presidente de un país (como días pasados José Mujica en el Estadio Centenario) haciendo entrega de la bandera nacional a la selección uruguaya de fútbol; es una ceremonia equivalente a la entrega de las cartas credenciales a un embajador, que como se sabe van acompañadas de la carta y la bandera. Cada partido adquiere la simbología de enfrentamiento entre dos naciones: desde la vestimenta de los jugadores a la ejecución de los himnos nacionales. No juega una selección de la Asociación Uruguaya de Fútbol, o una selección de personas de una misma nacionalidad que practican un mismo deporte, sino que juega Uruguay, el país. Sobre los jugadores se deposita no solo la carga de la historia del deporte (en el caso vernáculo, el peso de haber estado cuatro veces en la cima del mundo) sino también todos los amores, odios, éxitos y frustraciones del país entero, del pueblo entero, de Artigas a la actualidad, y hay quien cree que va más allá y encarna a los pocos charrúas que habitaron estas tierras o a los muchos guaraníes.

El carácter de lucha por el prestigio mundial otorgado a los deportes ha aparejado dos consecuencias significativas. Una es que muchos regímenes destinaron grandes recursos materiales para lograr los más altos niveles en determinados campos deportivos, para demostrar al mundo que el éxito de sus jugadores era el éxito de su sistema, de su país o de su gobierno. En tal sentido cabe mencionar la importancia dada al deporte competitivo por el socialismo real (con la Unión Soviética a la cabeza, y actualmente Corea del Norte), por el nazismo (como las Olimpíadas de Berlín de 1936), por el fascismo (el Mundial de Fútbol de 1934 y la siguientes Olimpíadas de Roma de 1936), la pasada dictadura argentina (Mundial de Fútbol de 1958). Y en forma más sutil en casi todos los países desarrollados, en este caso mezclado además con negocios gigantescos.

La otra consecuencia de esa lucha es el establecimiento de ejes políticos en la participación o no participación en las competencias como el boicot norteamericano a las Olimpíadas de Moscú, el siguiente boicot soviético y del campo socialista a las Olimpíadas de Los Ángeles, la organización por Libia de las Contraolímpiadas antisionistas de ajedrez (1976) y el paralelo boicot soviético y árabe a las Olimpíadas oficiales de Ajedrez en Israel, la negativa soviética a disputar la clasificación al Mundial contra Chile en el mismo Estadio Nacional que hasta días atrás había servido de campo de detención, tortura y fusilamientos (noviembre de 1973), la exclusión de la Sudáfrica del apartheid de las competiciones deportivas internacionales más importantes y la negativa a aceptar la participación de Yugoslavia en las Olimpíadas de 1992 y su sustitución por un equipo de “atletas libres”. Es decir, la competencia entre naciones adquirió toda la carga de una lucha política, con razones o sinrazones para unos u otros. Y así como ocurre la competencia, el boicot y la enemistad, también la hermandad en comportamiento que muchos consideran que está al menos en el borde de la ética de juego: el empate pactado entre Alemania y Austria en el Mundial de 1982 que permitió la clasificación de Austria a la fase siguiente, o el empate entre Argentina y Uruguay que permitió la clasificación de Uruguay al Mundial de 2002 (más exactamente, el derecho a disputar la clasificación con Australia). También el orgullo nacional mezclado con las apuestas tuvieron sus víctimas, como el jugador colombiano asesinado tras haber hecho un gol en contra que marcó la eliminación de su país del Mundial de Fútbol de Estados Unidos (1994).

El Mundial de Fútbol expresa los vítores, los laureles, las amarguras, las frustraciones, los enojos, las venganzas, las hermandades, las trampas, lo heroico y lo sórdido de toda lucha por el poder, en este caso, del poder simbólico entre las naciones por el prestigio ante la opinión pública mundial.