El Observador
Enrico Berlinguer -secretario general del Partito Comunista Italiano, formidable estratega, fundador del eurocomunismo- decía que “... en Italia no se gobierna con el 51%”; más exactamente quería decir que no se puede o no se debe gobernar con solo la mayoría absoluta. [...] Cuando un sistema electoral produce resultados que no reflejan la composición de la sociedad, puede ser funcional al ejercicio del gobierno, pero conllevan a la fractura de ese gobierno con esa sociedad.
Enrico Berlinguer -secretario general del Partito Comunista Italiano, formidable estratega, fundador del eurocomunismo- decía que “... en Italia no se gobierna con el 51%”; más exactamente quería decir que no se puede o no se debe gobernar con solo la mayoría absoluta. Esta frase era la base de su proyecto de un gobierno de compromiso histórico. En igual sentido Liber Seregni sostenía que la construcción del futuro del país requería de la concertación de todas las fuerzas políticas (o de las grandes mayorías). Son conceptos válidos universalmente, o para no pecar de exagerados, de valor en todas las poliarquías cuya arquitectura sea de un amplia pluralidad de partidos y corrientes políticas, como expresión de una sociedad muy matizada en opiniones, actitudes y valores.
Importa analizar Italia e importa verse en ese espejo. La Primera República (1946-1992) estuvo dominada por la Democrazia Cristiana (DC), un partido catch-all, compuesto de una gran cantidad de corrientes situadas desde la derecha más pura hasta la izquierda más izquierda, con una mediana ideológica ubicada en el centro centroderecha; corrientes cada una de ellas con su propia estructura, su propia dirigencia, su propia sede y su propio financiamiento. Desde el punto de vista de su estructura y de su funcionamiento, fue el partido más uruguayo de la Primera República italiana. El manejo del gobierno supuso una permanente y paciente labor de tejido de acuerdos al interior del partido, para luego tejer acuerdos al exterior del partido que le asegurasen una cómoda mayoría parlamentaria y electoral. La visión negativa de esta etapa de la historia italiana quedó representada por este gran partido plural, una verdadera ballena (casualmente su apelación simbólica es la Ballena Blanca) con su lento movimiento y como praxis sustancial el permanente juego de alianzas, pactos, compromisos y consecuentemente reparto de posiciones. Sin embargo, la arquitectura sistémica no fue la de un gran partido de centro en el medio de partidos a derecha e izquierda, sino que fue un juego esencialmente dicotómico: de un lado la DC con sus aliados, del otro el comunismo.
Tras la caída de la Primera República, las nuevas dirigencias pretendieron todo lo contrario a la praxis de la DC y de manera sorprendente se saltearon el profundo matizamiento de la sociedad italiana (expresado en la literatura política de los últimos cinco siglos) y miraron al mundo sajón, al cual consideraron el desideratum de la arquitectura política: dos partidos y solo dos, y si no es posible, al menos dos bloques compactos. Ese ideal fue levantado en el centro derecha y en el centro izquierda, aquí especialmente por los poscomunistas ahora enamorados de los Estados Unidos. Así fue que se pretendió calzar una arquitectura binaria en una sociedad polivalente. Primero se apeló a un sistema electoral aparentemente lo más parecido al modelo británico o norteamericano (tres cuartos de las bancas elegidas por sistema uninominal, es decir, una por una, por mayoría relativa: el más votado obtiene el cargo); luego se diseñó una compleja ley que en gran parte parece el sistema uruguayo de lemas (el Múltiple Voto Simultáneo) pero por otro apela a una lógica mayoritaria al estilo de las uruguayas juntas departamentales: en la cámara baja el más votado, con el porcentaje que fuere, se lleva el 55% de los cargos. En el Senado el diseñó intentó ser lo mismo pero aplicado región por región, y terminó dando una proporcionalidad imperfecta.
La lógica aterrizó con calzador, porque las propuestas binarias fueron el producto del tejido de negociaciones entre partidos, partiditos, corrientes y correntitas. La lógica binaria de bloques, la alternativa a la imposibilidad del bipartidismo, funcionó bien una sola vez (2006-2008), con la conformación de dos grandes coaliciones. Pero el proyecto de centro izquierda de hacer calzar en el mismo zapato desde un centro centroderecha confesional hasta una izquierda radical contestataria, llevó al estallido y la caída del gobierno.
Las mismas dirigencias -especialmente la poscomunista- creyó que con arquitectura electoral se puede superar la pluralidad de la sociedad y fue por otro camino: construir un partido que por sí solo fuese la mayoría, pero con apelación solo a la mayoría relativa, a ser la más votada. Así llegó a estas elecciones pasadas en que con menos del 30% de los votos obtuvo el 55% de las bancas en Diputados y, contra el aserto de Berlinguer, el maestro de todos ellos, pretende y exige el derecho a gobernar por considerar que “es” la mayoría. Hay una confusión entre mayoría de bancas y representatividad de la mayoría, como si las sociedades pudiesen ser gobernadas por el que por casualidad obtiene el primer lugar, sin importar el porcentaje de votos. Porque el Partido Democrático (que así se llama el partido poscomunista con aditamentos de la izquierda católica) obtuvo ese primer puesto en coalición con otras formaciones, con todas ellas no llegó al 30% y apenas superó a Berlusconi por el 0,4% de los votos, que en términos uruguayos serían tan solo nueve mil. Esa misma dirigencia considera una anomalía no haber obtenido la mayoría en el Senado, sin percatarse del hecho profundo que ese Senado refleja mucho mejor la composición de la sociedad que la Cámara de Diputados, donde casi con la misma cantidad de votos la coalición de centro izquierda obtuvo 340 bancas y Berlusconi 124. Un voto al centro izquierda valió tres veces más que un voto a cada uno de los demás.
Cuando un sistema electoral produce resultados que no reflejan la composición de la sociedad, puede ser funcional al ejercicio del gobierno, pero conllevan a la fractura de ese gobierno con esa sociedad. Cuando una minoría inferior al tercio pretende tener el derecho a gobernar por sí sola, lo que demuestra es el profundo distanciamiento con el grueso de la sociedad. Además, en países con instrumentos de democracia directa (referendum, plebiscito, como Italia o Uruguay), un gobierno que pretenda gobernar (y gobernar es legislar) contra la gran mayoría de la sociedad, está condenado al fracaso. Y por estas latitudes hay algunos ejemplos clamorosos.